Vaivenes de la edad científica

        por Ramón Pérez de Ayala 
        “No le fatigaré a usted con la relación meticulosa de lo que he aprendido y me figuro saber. Porque, al cabo, el saber poco o mucho, ¿de qué sirve? Cada ciencia, de por sí, es una abdicación al conocer íntegro, gesto de cansancio, tácita admisión de pequeñez e ignorancia, actitud de obligada humildad. El sabio se ha dejado colocar, como caballo que va de jornada, anteojeras a entrambas sienes, por no ver sino lo que tiene delante de las narices. El universo es coordinación de infinitos fenómenos heterogéneos. Cada ciencia, en cambio, se conforma con añascar enteco troje de fenomenillos homogéneos, y obstínase en no admitir que se fuera, aparte, por debajo y por encima de ellos, exista realidad alguna. La edad científica sigue a la edad teológica. Es decir: cuando la humanidad, tras de haber imaginado penetrar el sentido de la vida y la muerte y tiene asido el orbe entre las manos como un niño una pelota, volvió sobre sí y, como maravilla y espanto, descubrió que todo había sido ensueño e ilusión, que la vida no tiene sentido ni el orbe consiente que se le abarque; en aquel trance lastimoso que fue algo así como una almoneda en donde se desbarató el hogar y menaje de los dioses, algunos individuos remataron a bajo precio tales y cuales trastos de la almoneda, que aunque apolillados y claudicantes, todavía duran y se utilizan, y otros individuos, muy contados, más propensos a la desesperanza y al tedio, volviéronse de espaldas al cielo, ya vacío y desalquilado, humillaron los ojos hacia el suelo, y aplicáronse a reunir por semejas hechos minúsculos, no de otra suerte que un desocupado, por pasatiempo o ansia de olvido, se emplea en coleccionar objetos inservibles; y así se fue formando cada una de las ciencias particulares: que no es otra cosa una ciencia sino colección, jamás completa, de sellos usados o cencerros de vaca.
        Antes, en la edad teológica, el hombre se había acostumbrado a la presencia de lo absoluto en cada realidad relativa; el mundo estaba poblado de mitos; la esencia de los seres flotaba en la superficie, como la niebla matinal sobre los ríos; y el conocimiento íntegro se ofrecía al alcance de la mano, como la frambuesa de los setos. En un árbol, si era laurel, un antiguo veía a Dafne, sentía el contacto invisible de Apolo, y empleaba las hojas para guisar y para coronar los púgiles y los poetas. ¿Qué más necesitaba saber? En la edad científica un solo árbol se multiplica en tantos árboles como ciencias, y ninguno es el árbol verdadero. El botánico le pone un mote; el matemático le da ciertas dimensiones, en relación con la circunferencia del ecuador, ¡atiza!; el arquitecto lo considera como una viga maestra; el ingeniero naval, como una cuaderna o un mástil; el telegrafista, como un poste de telégrafos; el economista, como un valor cotizable; el ingeniero agrónomo, como un orden de cultivo; el médico, como una especie terapéutica; el químico, como una retorta en cuyo seno se efectúan ciertas reacciones; el biólogo, poco menos que como una persona; y así sucesivamente. La mosca tiene la retina tallada en millares de facetas, con que ve lo externo reproducido en millares de imágenes. Leí en un ensayista francés: “¡Quién poseyera la retina de la mosca! ¡Qué formidable panorama de la creación le ha sido otorgado a la mosca y negado al que llamamos rey de la tierra!”
        Pues con penetrar un poco en todas las ciencias, así puras como aplicadas, se descompone al punto una imagen en millares de imágenes, como ya he esbozado en el paradigma del árbol. Y la familiaridad con las ciencias y subsecuente visión por miríadas de imágenes se obtiene profesando, por vocación y con fe, en una casa de huéspedes. “La verdadera universidad de nuestros días –asentó Carlyle- es una biblioteca”. Si Carlyle hubiera sido español, habría dicho casa de huéspedes, que no biblioteca.
        Pero, ya que uno es docto en toda ciencia y mira el objeto en todos sus visos y desde todos los sesgos, ¿es esto saber más, ni siquiera saber algo? Esto es dar vueltas en un tío-vivo, alrededor de un objeto”.
Ramón Pérez de Ayala
“Belarmino y Apolonio”,
Biblioteca Clásica y Contemporánea,
Editorial Losada
año 1978
Biografía del autor
Ramón Pérez de Ayala nació en Oviedo en 1881 y murió en Madrid en 1962. Estudió en un colegio de jesuitas y se graduó luego en Derecho, viajó por Europa y empezó a adquirir firme prestigio desde muy joven, revelándose como poeta en “La paz del sendero”. La originalidad de sus obras estriba en su densidad ideológica y en la perfección y el casticismo de su estilo, levemente arcaizante en punto a vocabulario, pero ágil y donoso en la sintaxis. En “Prometeo, Luz de domingo” y “La caída de los limones” (1916), alcanza una forma más alta y depurada. Ya había alcanzado el éxito con las tres “Novelas poemáticas de la vida española” junto con “Belarmino y Apolonio”, entre otras.

La foto pertenece al sitio  Busca Biografías -
https://www.buscabiografias.com/biografia/verDetalle/1626/Ramon%20Perez%20de%20Ayala

La imagen de portada pertenece al pintor polaco surrealista Rafal Oblinski, y pertenece al sitio Todo Mail.
http://www.todo-mail.com/content.aspx?emailid=7416 

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