Hay varias cosas que me molestan más que otras.
La primera es que este mundo mete miedo. Y este país también. Claro que este país metió miedo en varias épocas. Variadas. Pero hoy, las noticias nos aterran día a día, noche a noche. Hoy hay miedo al salir a la calle (terror sería eso ya), miedo porque no sabemos si volvemos. Sanos y salvos, como deberíamos. Pero sabemos que todos todos no vamos a volver. Muchas cosas pueden pasar: se nos puede caer un balcón en la cabeza, o una pared, un edificio o un avión. O todo junto.
Miedo por Cromagnón, o por un boliche con un entrepiso que no aguanta tanta gente, o por un arquitecto que quiere levantar un edificio y, como en una película catástrofe, te levanta el edificio con todos los vecinos abajo. Tipo “Terror en la Torre”, o algo así.
Miedo si te dan un remedio, que puede ser trucho. Si te vacunan, y te morís en el intento de curarte. Si te operan, y en vez de la vesícula te sacan el cerebro. Miedo de ser, miedo de ver, miedo de entrar. Y muchos también tienen miedo de hablar (por si acaso).
Pero el miedo tiene una cara más amarga. La contracara del miedo, y es lo que me irrita, señores, es el fatalismo. El fatalismo que recorre como un cáncer la sangre de la Argentina, desde que el mundo es mundo y nuestra patria es nuestra patria, el maldito fatalismo que hace que cuando un inesperado cronista televisivo llegue a la ventanilla de tu auto, de tu taxi, de tu colectivo, de tu camión, te pare en la esquina, en la puerta del negocio asaltado, al lado del cadáver del vecino, contestes “Es la Argentina” “esto es así” “y qué querés, si es la Argentina” y otra tanta de frases fatalistas que nos quitan la esperanza, las ganas de vivir, la vida misma.
Y mientras muchos piensan que si muere tanta gente en accidentes de tránsito fue porque “le tenía que pasar”, y si muere gente en Cromagnón “le tenía que pasar”, y si muere Isidro “le tenía que pasar”, y si nos morimos todos juntos “nos tenía que pasar”, les recuerdo que no es así. Morir se mueren todos, antes y después. Morir nos vamos a morir todos, no cabe duda, porque nadie se quedó aquí. Aquí estamos sólo de paso, ya lo sabemos. La muerte es algo que no podemos evitar.
Pero podemos evitar, participando y comprometiéndonos, a que no nos gane el fatalismo (que se parece taaaanto a facilismo) y que a los poderosos le viene tan bien, porque mientras los resignados de siempre se siguen resignando, los de arriba siguen corrompiendo, negociando, vendiendo y comprando, matando y violando, torturando y demás. Y los de abajo siguen con cara de nada: “le tenía que pasar”. Y va aumentando la violencia de género, porque “le tenía que pasar”, el infanticidio “le tenía que pasar”, el asesinato de abuelitos “le tenía que pasar”, el maltrato de animales “le tenía que pasar”, el ataque al medioambiente “les tenía que pasar”, la matanza de ballenas “les tenía que pasar”, la muerte de toda esperanza “les tenía que pasar”.
Nada tiene que pasarnos que podamos evitar, porque para eso somos seres humanos, para pensar, para organizarnos, para prever, para entender, para saber, para informarnos, para conocer, para movernos, para participar, para comprometernos, para luchar por nuestros hijos y nietos y bisnietos y demás. No nos subamos al tango fatal del fatalismo del “destino” prefijado, porque el destino lo hacemos nosotros mismos. Ni siquiera nos subamos al karma fatal que nos deja sentamos mirando al sudeste. Si el karma es malo, sólo lo vamos a mejorar haciendo el bien. Si no, se repite.
Y eso no es fatalismo. Es ser un idiota.
Por Adriana Sylvia Narvaja.
(Editorial escrita originalmente para Dios y el Diablo en el Taller).
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