por el Maestro DeRose,
escritor, divulgador y maestro de yoga (1944-)
A la Historia, prefiero la Mitología.
La Historia parte de la verdad y marcha en dirección a la mentira.
La Mitología parte de la mentira y se aproxima a la verdad.
Jean Cocteau
Transcribimos algunos hermosos párrafos de este libro tan sabio, "Yo recuerdo" ("un relato poético de la saga de un pueblo que vivió y luchó en algún lugar del pasado") del Maestro De Rose, que intenta mostrarnos una vida distinta que quizá ocurrió en algún momento de la historia, pero él sostiene que es ficción. ¿Lo será?
Introducción
“Yo recuerdo…y en seguida olvido. Desde pequeño yo recuerdo sueños, imágenes del inconsciente, de símbolos de mi mente.
No quiero saber lo que son esos recuerdos. No quiero saber, porque todas las veces que interrumpí el libre flujo de los recuerdos para cuestionarlos con la lógica cáustica, fueron podados y no continuaron. Y algunos…¡eran tan dulces…! ¿Cómo pude interrumpir recuerdos tan tiernos con la hoja fría del intelecto? ¿Sólo para vanagloriarme ante mí mismo: “soy racional”?
¿Qué ventaja hay en ser racional? ¿Si lo onírico es tan rico y tan bello? Por lo tanto, no me pregunten qué recuerdos son éstos. No quiero saber. Quiero que fluyan. Y que continúen siempre, simplemente, fluyendo. Quiero sonreír con ellos. Quiero verter lágrimas de emoción con ellos. Quiero compartir con ustedes esas emociones. Ven conmigo, a viajar por el pasado, por el futuro, o por alguna dimensión subjetiva, en la cual podremos olvidarnos del mundo como es hoy y de la objetividad de lo concreto y del ángulo recto.
Ven. Vamos a viajar por mis memorias que tal vez sean las tuyas. ¿Quién sabe si, leyendo mis recuerdos, no los recordarás también?"
Las mañanas de mi infancia
“Pasábamos la mañana entera jugando a agujerear el suelo de tierra blanda con el dedo pulgar y tirando dentro de los orificios unas semillitas. Después, pasábamos algunas semanas jugando a colocar agua y estiércol de vaca en torno de cada lugar plantado. También debíamos conversar y reír bastante por allí cerca. Mamá decía que si la semilla escuchaba nuestra conversación y nuestras risas, sacaría la cabecita para ver lo que pasaba. Entonces nos quedábamos días y días conversando y contando cosas divertidas, esperando ansiosamente que la semilla asomase la cabeza fuera de la tierra.
Mi madre tenía razón. Después de algunos días vi, con alegría imposible de describir, el primer brote saliendo al sol. Y después otro, y otro.
-Ahora-me dijo ella- debemos mostrar a las plantitas que el mundo aquí afuera vale la pena. Vamos a estar siempre felices unos con los otros, para que las plantitas no vuelvan para adentro. También debemos cuidar de ellas porque, pobrecitas, no pueden desplazarse como nosotros para ir a beber agua cuando tienen sed, ni para huir cuando alguien va a pisarlas.
Colocamos protecciones de bambú a su alrededor y todas las mañanas les dábamos agua, porque era verano y el calor era muy fuerte. Había días en que teníamos que protegerlas del sol y cubríamos una gran área con una tela casi transparente y ya medio vieja, pero que era mantenida inmaculadamente limpia. Nunca pregunté por qué se lavaba esa tela, si iba a quedar expuesta al sol y al viento que, a veces, levantaba nubes de polvo rojizo. Pero , incansablemente, las mujeres de la aldea lavaban metros y metros de tela, siempre cantando y riendo de las cosas más simples. Cierta vez, la causa fue una rana que saltó dentro de la cesta de mimbre. Una de las mujeres comentó que la rana estaba queriendo casarse y, por ese motivo absolutamente ingenuo, las mujeres rieron hasta el atardecer."
La religión
"Mercaderes y otros viajeros venidos de tierras distantes, al pasar por nuestra región, comentaban que éramos un pueblo extraño por nuestra forma de ser y, más aún, por nuestra religión. Yo no consideraba a nuestro pueblo nada extraño. Extraños eran los otros, que tenían el semblante contraído, cargaban pesados símbolos religiosos y eran obligados a realizar rituales y ofrendas a dioses que ellos nunca habían visto, pero que juraban que existían.
Ellos encontraban curioso que no tuviésemos templos y que reverenciáramos a las fuerzas de la naturaleza. No las llamábamos dioses. Simplemente, prestábamos reverencia al sol, que nos iluminaba y daba calor; a los árboles, que nos proporcionaban alimento, sombra y madera para construir nuestras casas; a los ríos, que hacían posible la vida de todos los vegetales y animales. No nos hacían falta símbolos para adorarlos, pues la Naturaleza estaba a nuestro alrededor. Si queríamos reverencial al sol, no necesitábamos un símbolo solar, bastaba volvernos hacía él, que estaba allí todos los días. A la noche, la luna y el cielo estrellado eran por sí solos un magnífico templo abovedado sobre nuestras cabezas, que influía sobre nuestras cosechas, la gestación de nuestras mujeres y el comportamiento de todos, hasta de los animales.
Nosotros podíamos ver aquello que venerábamos. Eso hacía nuestra reverencia mucho más concreta. Cuando sembrábamos, agradecíamos a la tierra. Cuando cosechábamos, agradecíamos a la planta que nos cedía el alimento. Cuando nos bañábamos en los ríos y cuando bebíamos el agua de las fuentes, les agradecíamos por estar allí para purificarnos el cuerpo y saciarnos la sed. Por eso no necesitábamos sacerdotes ni rituales.
Observamos varias veces entre los forasteros que, cuando alguno de ellos caía enfermo o sufría un accidente o cualquier otra desgracia, casi siempre atribuían la desventura a la ira de los dioses u otros seres sobrenaturales por alguna falta cometida. Entre nuestro pueblo, al contrario, cuando alguien se enfermaba, se accidentaba o moría, aceptábamos, simplemente, que esas cosas suceden. Veíamos que eso ocurría todo el tiempo a los animales y a las plantas, que también se enfermaban, sufrían accidentes y morían, naturalmente. Y procurábamos sacar de la experiencia algún aprendizaje para evitar, en la medida de lo posible, que el hecho desdichado se repitiese. Éramos mucho más felices que los extranjeros, ya que no nutríamos miedos ni culpas".
Nuestros alimentos
"Comíamos muchos cereales, raíces, frutas y hortalizas, huevos, leche, cuajada, queso y manteca. Algunas tribus del noroeste se alimentaban también de peces, pero en nuestra región considerábamos primitivismo agarrar un animal, ave o pez, matarlo brutalmente y devorarlo como lo hacen los predadores más salvajes.
Como observábamos mucho la naturaleza a nuestro alrededor, percibíamos que los animales vegetarianos eran amistosos y podían ser amansados al punto de trabajar con nosotros, y los dejábamos dormir a nuestro lado sin peligro de ser atacados por ellos en medio de la noche. Ningún animal carnívoro puede ser domesticado para trabajar para nosotros, para ser montado o para tirar de una carreta. Solamente el perro se aficionó al hombre e, incluso así, no nos daba leche ni tiraba de nuestros arados, y sólo servía para montar guardia, representado muchas veces un peligro para nuestros vecinos.
Notamos también diferencias entre las tribus, que podían ser atribuidas a los hábitos alimenticios. El cuerpo de los que no se alimentaban de carnes muertas de los animales será más saludable, la piel linda y suave, el semblante apaciguado y amistoso. Los del noroeste, además de ser físicamente más rudos, cuando algo les desagradaba aceptaban tranquilamente herir al enemigo, pues estaban habituados a derramar la sangre de los animales.
Nuestras comidas también eran más sabrosas y aromáticas. Cierta vez probamos la comida hecha por un clan nómade que nos visitó. Por la carne, claro está, sentimos repulsión y no quisimos ponerla en la boca, hasta por una cuestión de higiene. Pero aceptamos algunos vegetales que la acompañaban. No tenían gusto a nada. Era como si ellos creyesen que la comida era la carne, y no precisaba de condimentos. El resto no merecía ningún cuidado especial. Cuando les ofrecimos nuestros vegetales preparados en el horno, con leche y manteca, condimentados con hierbas y semillas aromáticas, dejaron a un lado la comida de ellos y prefirieron la nuestra. También nos pareció que no conocían el arte de hacer pan, pues siendo nómades, no plantaban cereales, y así daban preferencia a la caza y a la pesca".
Los invasores
"Yo ya era adulto, de unos quince años de edad, cuando se produjo un gran alboroto en la aldea. Llegaban miles de personas que se desplazaban a pie, a paso rápido. Estaban andrajosos y no traían casi pertenencias. Se los notaba exhaustos, pero una fuerza interior los mantenía en marcha acelerada.
Eran refugiados de nuestra etnia, provenientes del norte, y relataban los horrores de una invasión sangrienta que se estaba produciendo en sus tierras. Los más ancianos comentaban que hacía siglos que no ocurría nada así, y que los invasores estaban aprovechándose de la decadencia de nuestras ciudades-estado, causada por la sequía.
Los mensajeros que precedieron a los invasores, con el objetivo de reducir la resistencia, esparcieron la noticia de que no sería una invasión sino una ocupación pacífica. Consiguieron convencer a muchas ciudades de eso, y muchas se entregaron sin resistir. Sin embargo, cuando los invasores llegaron, demostraron la verdadera intención. Tomaban las casas, expulsaban a los aldeanos de sus tierras, estupraban a sus hijas y mataban a quien reclamase.
Los invasores eran criaturas enormes, muy blancas y muy feas, vestidas de pieles de animales. Tenían cabellos de color de trigo o de fuego y eran desalmadamente crueles. Basado en la descripción de sus ojos terribles, inyectados de odio, relatada por los que los habían visto de cerca y consiguieron huir, nuestro pueblo construyó más tarde máscaras de demonios que comenzamos a utilizar en danzas litúrgicas, con la esperanza de alejarlos de nuestras praderas.
Ésa sería la única manera de evitarlos, pues eran devastadores por donde pasaban y nada podía detenerlos. Nuestras armas no podían contra las de ellos, más pesadas y más resistentes. Ninguno de nuestros guerreros conseguía siquiera empuñar una de ellas. Según los relatos, ellos salían de la nada y llegaban en ondas sucesivas de vándalos, destruyendo todo, hasta aquello que podía servirles. Parecían destruir por el placer de destruir, como si estuviesen enloquecidos. Mataban a los niños, a los chanchos y a las cabras, cortándolos al medio, cantando y bramando. Un intérprete, que conocía muchas lenguas, nos dijo que sus canciones alardeaban de algo como “conquistaremos todo el mundo…”
Ya habíamos sido invadidos antes por otros pueblos, pero nada se asemejaba a eso. Los anteriores conquistaban para cobrar tributos o para ocupar las tierras fértiles y apoderarse de los silos repletos de cereal. Pero éstos eran diferentes. No dejaban prácticamente a nadie sobrevivir para pagar los tributos, y quemaban los silos. ¿Con qué sobrevivirían ellos? Algunos decían que se alimentaban casi exclusivamente de carne bovina y, por eso, traían detrás de los ejércitos grandes manadas de bueyes y vacas. Éstos eran marcados a fuego en los cuernos con los signos de sus propietarios. Para ilustrar lo que decían, los migrantes mostraban algunos cuernos que habían conseguido capturar..."
Biografía del Maestro DeRose
Luis Sérgio Álvares DeRose (Río de Janeiro, 18 de febrero de 1944), conocido simplemente como DeRose, es un yogi y escritor brasileño de best sellers de difícil clasificación y conocido por el autobiográfico Cuando es preciso ser fuerte.
Fuente: Del sitio de Wikipedia - DeRose.
https://es.wikipedia.org/wiki/DeRose
La imagen de portada pertenece al libro del Maestro DeRose y fue publicada en el sitio Mercado Libre de Argentina.
https://listado.mercadolibre.com.ar/yo-recuerdo-maestro-derose-
devas#D[A:yo%20recuerdo%20maestro%20derose%20devas,L:undefined]
Las imágenes de los niños con los animales pertenecen al sitio de información digital Todo Mail.
https://www.todo-mail.com/
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