La alteración del orden institucional ocasionó enormes perjuicios a la institucionalidad, a la población y a su calidad de vida. La evolución propia de un país, más en un país que había alcanzado con la Ley Sáenz Peña el voto secreto, universal y obligatorio, se vio truncada por motines militares y asonadas que no fueron más que luchas internas por el poder, y que con el falso lema de "sacar al país del caos" nos dio, finalmente, la peor dictadura que la Argentina conoció, el Proceso de Reorganización Nacional que finalizó, para nunca más volver, en 1983.
En ese año, la Argentina recuperó la perdida democracia y lucha aún por fortalecer sus instituciones.
Es el deber de todos los ciudadanos tanto cuidarla como forma de gobierno, como valorarla, por todo lo que se ha sufrido, y defenderla de cualquier intento que la menoscabe.
Y de nuestra parte, recordamos la famosa frase del gran cantor Roberto Rimoldi Fraga, cuando entonaba que él era "argentino, argentino hasta la muerte". Así nos sentimos nosotros también
Y ése es un deber, una carga, una pasión, un objetivo, una lucha diaria.
Una meta que debemos alcanzar entre todos.
Veamos esta reseña del presidente Yrigoyen publicada por Cosmópolis, de España, en el año 1919, en el mes de noviembre. Cien años han pasado y no pierde vigencia para los investigadores de la historia. Agradecemos como siempre a la Biblioteca Nacional de España por su valioso material, que es un tesoro para quien investiga en el pasado, y hacemos votos para que algún día las bibliotecas argentinas tengan todo el material digitalizado y al alcance de todos los consultantes vía internet.
"LAS GRANDES FIGURAS DE ESPAÑA Y AMERICA
EL PRESIDENTE DE LOS ARGENTINOS
Los lectores de COSMÓPOLIS conocen la profunda admiración que aquí tributamos al apóstol del radicalismo argentino, Dr. Irigoyen. Más de una vez hemos comentado actos suyos dignos de aplauso y respeto. Pero hasta hoy no habíamos querido ofrecer un estudio de su figura, deseosos de que fuera una prestigiosa pluma argentina la que trazase para nuestros amigos los rasgos morales de tan egregia personalidad. El diputado nacional argentino Sr. Sánchez Loria nos honra hoy con las páginas siguientes, que hacen ver lo que en realidad es el Dr. Irigoyen.
Alto, fornido, á pesar de sus años, con su cara morena y enérgica, su distinción natural es lo primero que impone. Contrasta su gesto grave, que se suaviza en la conversación, con la franqueza con que se extienden sus manos en son de amistad; ellas hablan por sus ojos, que permanecen, entretanto, fijos y atentos. Irigoyen es el hombre que escucha, por antítesis del hombre que habla. De ahí su memoria única y el juicio exacto de cada uno de los que le rodean. Habla para contestar, pero no para conversar. Aun dentro del afecto es parco en palabras. No dice sino lo que ha pensado mucho, y su opinión, en este caso, es una resolución: difícilmente ha de volver sobre ella después de tomarla.
Tal se presenta en su despacho, con su sencillo jaquet negro, haciendo lo posible por que su interlocutor no advierta en la palabra del Irigoyen presidente la distancia que puede separarlo del Irigoyen ciudadano, esquivo á la multitud, á la vanidad y á la comedia del mundo.
Hombre de una pieza, su aparente serenidad, su casi frialdad, no da idea de las tempestades que soportó sobre sus hombros sin que lo fulminaran, ni de las pasiones que lo han agitado con una intensidad de hornalla dentro del pecho. Sus cariños son obsesiones, su pasión es fe. Se da íntegramente á su objeto, y ya no es objeto, sino misión: ó la cumple ó sucumbe. Se valdrá de todos los medios, desde la tenacidad gigantesca á fuerza de no desfallecer, hasta la fiebre permanente del iluminado que no duerme sino para seguir soñando.
Sólo así puede asistir hoy á la realidad de lo que pareció locura y que nadie quiso ni sufrió tanto como él. Porque Irigoyen ha sufrido su sueño y debe haberlo llorado; el que no muestre sus lágrimas por fortaleza de varón, no quiere decir que no las tenga. La prueba de que tras de sus fuerzas hay un corazón, es que sus amistades son afectos y antes de admirarlo se comienza por quererlo. Este aspecto humano de su persona no lo ha perdido en ningún momento. Presidente de la República, jefe de partido, ídolo de las masas, con sólo presentarse ante ellas, siempre ha sido el hombre dueño de su voluntad y de su espíritu, á quien los desastres no lo amilanan, conservándose tal, en cualesquiera circunstancias, hombre que llora y que sufre por encima de todo y que, por lo tanto, está también con los que sufren y lloran, dando la impresión de montaña en el andar majestuoso y lento, de peñasco calcinado, en la contextura férrea y en las dos expresivas líneas de la cara; habitante de las cumbres á quien el viento que desploma los árboles le despeja la frente, como el cóndor fraterno á quien le peina las plumas.
Saben los que le conocen la sugestión instantánea que ejerce el doctor Irigoyen sobre quienes lo frecuentan á diario, como sobre los que por primera vez lo saludan. Tiene el don de la simpatía silenciosa. Y sus peores enemigos, en su presencia, han tenido que devolverle la misma austera é hidalga actitud con que los trata. Esta sugestión de su persona es la que explica la consecuencia y la lealtad de los que lo siguieron, á través de todas las vicisitudes de su vida. Tal vez sea el último caudillo de la república. Muertos los grandes jefes de partido, él es el único que queda en la palestra.
La definitiva organización constitucional del país y la división de los partidos que ha creado núcleos nuevos de opinión, ya no ha de permitir espectáculos familiares a otras épocas. Mitre contra Roca, ó viceversa. Pellegrini contra Mitre ó contra Roca. Irigoyen contra todos juntos. Eran ésos los contendores y no el partido, porque el partido era el jefe, y de su prestigio y de su autoridad vivía.
El doctor Irigoyen ha sido el radicalismo, sigue siéndolo. Sobre las disputas de las fracciones, á las que asiste como desde una barra, sin inmiscuirse en ellas, su gestión administrativa y su alta dirección moral permanecen incólumes. No se embandera con rojos ni con azules, con negros ni con blancos. Es el jefe de una unidad, de una cosa espiritual más que material, y ésta no puede peligrar ni puede interesarle, mientras se discutan candidaturas á las que permanece ajeno ó principios que quedan dentro de la amplia y enorme bandera del partido.
No es poco tener por programa la Constitución, á pesar de la ironía con que lo critican los adversarios, los que, precisamente por no cumplirla, justifican al partido que nació para reivindicarla. Es realmente el doctor Irigoyen el último caudillo. El oficial que el 4 de Febrero, enviado á Europa días antes por el Gobierno, se atraviesa la pierna de un balazo al llegar á Montevideo, para que su herida justificara su regreso y con él cumplir la palabra de participar en el movimiento revolucionario, obedecía á aquella sugestión de que hablábamos, que sólo la ejercen los hombres que en cierto modo significan un instante de la conciencia del país. Aquel oficial se hubiera sentido deshonrado, de no cumplir, aunque al precio de herirse, una palabra que le obligaba dos veces: por darse á quien se daba y por ser él un militar, para quien el honor de su oficio no es más que la prolongación del honor de su vida.
Posteriormente, cuando la amnistía de los condenados á consecuencia del movimiento trajo á Buenos Aires los que acababan de purgar su derrota en el presidio de Ushuaia, el doctor Irigoyen los exhortó á no beneficiarse con la alegría de un regreso que no alcanzaba á los que, fuera del país, jugaron los mismos sacrificios y las mismas inquietudes. Y por lo tanto, mientras la ley de amnistía se dictara comprendiendo á todos, ellos debían expatriarse, en este caso voluntariamente, para no volver sino juntos. Ese día el vapor de la carrera á Montevideo certificó si podía más el influjo y el prestigio de tan heroico como doloroso consejo ó el deseo de aquel puñado de argentinos valientes que optaban por el destierro, antes que por sus hogares, el día mismo que llegaban del más cruel de los presidios del país.
De más está decir que la generosidad del jefe que así los llevaba al sacrificio y al martirio, reemplazaba en el hogar en forma decorosa y caballeresca el óbolo imposible del ausente. No es fácil encerrar en los límites de un artículo la vida de un hombre que ha ocupado el escenario político argentino durante un cuarto de siglo. Interesa sobremanera el fenómeno, que no ha de volver á repetirse, de un revolucionario militante, de un agitador de espíritus, que ha despreciado la tribuna de la calle y la de las Cámaras legislativas, y que, no obstante, ha mantenido el comentario permanente de su nombre y de su persona, y casi desconocido físicamente para las masas, son ellas las que le dieron el más memorable triunfo que haya tenido nunca un presidente argentino.
Los pueblos de tradición hispánica tienen el culto del político orador por excelencia. No lo conciben sino en la tribuna con largas tiradas castelarianas. Y la libertad es siempre el tema de bellos discursos en América, donde regímenes de vergüenza y de oprobio esconden bajo su nombre de oropel la realidad de gobiernos abyectos y de tiranías mansas, que no es del caso nombrar, porque todos conocemos. Y el doctor Hipólito Irigoyen rompía con su histórico silencio público, traducido en la más formidable acción desde la sombra, la tradición de los presidentes argentinos que, buenos ó malos, surgieron ó de los cuerpos armados ó de las contiendas civiles del comicio y de la cámara.
Esta incógnita fué el desconcierto de sus enemigos. ¿Era posible, se preguntaban, ver llegar á la primera magistratura del país un hombre ajeno á la vida social y de club, en un medio donde todos sus presidentes han sido respetuosos de las clases tradicionales y adineradas, extraño á la oratoria del comité, de la calle y del congreso, y cuya propaganda ha sido la sola austeridad de su vida y la voluntad inquebrantable de no llegar á ninguna posición pública, mientras esa posición no fuera el producto de las elecciones libres en comicios inobjetables?
Parecía una quimera su sueño. Para muchos su derrota databa de años, y su nombre, en las nuevas generaciones, daba la impresión de antigüedad, de los actores famosos, que sobreviven en la vejez los triunfos que le prodigaron sus contemporáneos. Su nombre era una leyenda, y su esfuerzo, historia pasada. Solo él no se creía derrotado ni muerto. Su quieto retiro, como la cueva del león, le servía para ser más imponente la tenacidad de su garra. Y allá lejos, acumulando energías para un golpe final, estaba esta mezcla de soñador y de lírico, de hombre de presa y de hombre de acción, que se vinculaba con el pueblo, por el fervor romántico de su fe para mostrarlo como idealizado y hasta santificado en el ostracismo y la soledad, al pretender derrumbar de su base un orden de cosas incompatibles con su misión republicana del gobierno y el pensamiento de los varones consulares de la república.
Y su persona y su obra representaron un problema irresoluble y de todos los días, para los presidentes argentinos, desde el 93 hasta Sáenz Peña. El león no atacaba, pero era peor, vivía. En balde le ofrecieron los mejores manjares, para afinarle las uñas, en la mesa de los poderosos. Prefirió el pan y el agua de su celda.
Y se hizo temible por el hecho de vivir y resistir. No quería transar ni ceder: ó su sueño completo ó nada. Entonces, para matarlo, le ofrecieron la lucha. Se dejó elegir el terreno y no pidió más que la seguridad de luchar con las mismas armas. En estas condiciones el león salió de su cueva. Los que lo creían muerto palparon cómo una leyenda vale más que un nombre y una vida más que un programa. Lo que pareció haberlo muerto, lo hacía vivir. Y si estuvo muerto de veras, se asistía á un milagro, al de su resurrección.
Desde la soledad y el silencio, adueñóse del corazón de viejos y jóvenes, mucho más que con la vocinglería y el ruido. No obraba por sus palabras, pero sí por sus hechos. Y aquel espectáculo de su vida, de una línea que no quiso quebrar ni torcer, tuvo su sanción en ese 12 de Octubre de 1916, en que envuelto por una manifestación sin precedentes en los anales de la República, entró á la casa Rosada, ante la mirada atónita de los que supusieron matarlo al retarlo á duelo.
No se daban cuenta que el león era vulnerable únicamente en su cueva y dormido, y que el desafiarlo lealmente era darle la ocasión de que mostrara su fuerza. Y así fué. Sus enemigos vencidos explicaron y aun explican su triunfo de diversos modos. Y sin embargo, la mitad del éxito del doctor Irigoyen se lo dieron sus adversarios con sus desaciertos, y la otra el capital acumulado de una gran vida, de un gran espíritu y de un gran corazón.
Al doctor Irigoyen se le puede combatir, pero no afear. Vence á sus enemigos y no los persigue. Es el presidente caballero y demócrata, que no cobra sueldos, que no tiene domingos ni sábado inglés. Su llaneza procede de que está por encima de su posición. Nada le ha quitado de su proverbial manera de ser, y este es su más puro, delicado y viril elogio. No ha adquirido con ella ni un átomo que ya no tuviera. No es una posición de espectabilidad para su alma, que no quiso ambicionarla: más aún, la rehusó. Es el medio de que se vale para cumplir la misión que se ha impuesto y que la confianza de su partido supo ratificársela por una mayoría abrumadora. Sus hechos no harán más que confirmarlo y corroborarlo.
Siendo apasionado como todo hombre superior, no obra por impulsos ni por presiones de fuera, y el país puede venirse abajo sin que pierda su calma imperturbable. A esta calma le debe la república no haberse dejado influenciar por la ceguera de la guerra, ni por la ambición capitalista, ni por la injusticia bolchevike: se coloca en un término medio en el que recibe piedras de todos los bandos, lo que quiere decir que no está con ninguno de ellos.
Pero en secreto le reconocen la sinceridad de sus actos, con la ecuanimidad justiciera que los dicta. Le ha tocado presidir momentos de tormenta y de catástrofe, ha tenido horas de moverse casi sobre un volcán, y en esos instantes de prueba ha afrontado el peligro y su responsabilidad como nadie. Los que le conocen saben bien cómo se le calumnia y caricaturiza. Sin embargo, su corazón no se vuelve en rencores contra nadie, y representa en su silla de presidente el más profundo deseo de justicia y de bienestar que haya querido un mandatario desde el poder, para el país y para sus conciudadanos.
Ha cumplido el programa de su partido, al renovar totalmente en sus hombres la vida política de la república. En países donde ya no se combate por cambios en la forma de gobierno, como en el nuestro y en el resto de América, la lucha gira alrededor de los hombres que lo componen. El doctor Irigoyen ha llevado á cabo sin debilidades, asumiendo valientemente todas las consecuencias, el voto supremo del programa radical, voceado durante treinta años, aunque parezcan sorprenderse ahora los conservadores á pesar de haberlo escuchado tanto tiempo.
Y es lo que se ha hecho: transformar totalmente en sus hombres la dirección política argentina. Si el radicalismo no vino á eso, ¿á que vino? Y si no cambiaba los hombres, ¿qué había de cambiar? ¿La forma de gobierno acaso? ¡Pero si para cumplirla en su integridad luchó y triunfó! ¿Y para cumplirla había de dejar en sus posiciones á los que el partido denunciaba como sus conculcadores? ¿Había de respetar posiciones que consideraba como usurpadas y no adquiridas legítimamente?
Y si el radicalismo se equivocaba, ¿por qué la mayoría del pueblo argentino le daba la razón con su voto, sabiendo que al día siguiente de tomar el gobierno, entre su doctrina y el régimen, estaría con su doctrina y no con el régimen? ¿Y qué era su doctrina sino desalojarlo? Y si para eso no vino, ¿cuál era la función del radicalismo y el sentido de un voto unánime como no se vio desde los días de la Revolución?
La honestidad de los actos del doctor Irigoyen y la firmeza de su carácter pusieron ¡por fin! un dique á las solicitaciones del oro extranjero, que al encontrarse con un hombre que lo despreciaba, comenzó por respetarlo y después por temerlo. La integridad del país se respeta á pesar de la maledicencia de los diarios de circulación, pues hay que saber que el presidente Irigoyen gobierna sin prensa adicta, y que en este país los grandes diarios viven permanentemente divorciados con el pueblo.
Y así se explica que contra ellos y á pesar de ellos, sea presidente de la república y candidato desde la oposición, lo que quiere decir que los grandes diarios no interpretan al pueblo, cuando éste los escucha votando en contra de sus designios. Y es que tal vez haya que hacer el distingo entre grandes diarios y grandes empresas comerciales. Si no son lo primero, es posible que sean lo último.
Se respeta la integridad del país, decimos. ¡Y bien que lo saben ellos, los que lo niegan! Y en este respeto no va envuelta ninguna cobardía ni ninguna defección por nuestra parte. Hubo un segundo en que había que llamar á la infamia por su nombre, y el mentado discurso del presidente Irigoyen, en la recepción del ministro de Bélgica, fué su pensamiento en materia internacional. Expresaba una opinión y una adhesión moral, la más alta y la más noble desde la distancia, sin menoscabo de nuestra soberanía. Digan ahora los acontecimientos y dígalo el Brasil, nuestro hermano, si el presidente Irigoyen se equivocó con la neutralidad".
H. Sánchez Loria,
para Cosmópolis,
noviembre de 1919,
Madrid, España.
Semblanza de D. Hipólito en la Revista Caras y Caretas
La Revista argentina Caras y Caretas, en su edición del , publicó esta semblanza del Dr. Irigoyen en la pluma del periodista e investigador Juan José de Soiza Reilly, fragmentos de la cual compartimos a continuación:
Un rasgo de Hipólito Irigoyen
"La guerra europea trataba de expandirse. El mundo entero se dividió en dos bandos: aliadófilos y germanófilos. Una fiebre belicosa embriagaba los ánimos. Nadie podía substraerse a la demencia universal. O se estaba con el Kaiser o con los aliados. No se admitían los términos medios, ni las ubicaciones equidistantes. En las calles de Buenos Aires se improvisaban manifestaciones delirantes como que estaba en juego el honor argentino.
Los aliadófilos pedían la guerra. Los germanófilos, la neutralidad. Ambos sectores se trenzaban a golpes en las calles. Un hombre se puso a gritar en la avenida de Mayo:
—¡Viva el Kaiser!
Desde un café le arrojaron mesas y sillas, que volaban entre gritos de:
—¡Vivan los aliados!
Salieron a relucir las armas. La policía recogió tres muertos y 18 heridos. El periodismo contribuyó a excitar el sistema nervioso del pueblo.
Carlos Muzio Sáenz Peña, Edmundo Calcagno y otros periodistas escribían en "La Unión", periódico sostenido por la colectividad alemana para combatir a los ingleses y norteamericanos.
El presidente Irigoyen no quería dejarse arrastrar por las olas. Se aferraba a la neutralidad con una fuerza tan profunda, que empezó a sospecharse. Los políticos opositores no perdieron tiempo. Aprovecharon el río revuelto. Se incorporaron a las filas de los aliadófilos que tenían como capitanes a Leopoldo Lugones, Alfredo Palacios, Ricardo Rojas y Almafuerte. Así podían gritar de cuando en cuando:
—¡Abajo Irigoyen!
Eran ellos los que encabezaban las manifestaciones populares. Ya no pedían, como al principio, la ruptura de las relaciones diplomáticas. Pedían la guerra —la guerra contra Alemania...— Había que mandar nuestros buques y nuestros soldados, a pelear contra el Kaiser.
Los políticos conservadores, del "antiguo régimen oprobioso" —como decía Irigoyen— eran los más entusiastas partidarios de que la Argentina entrara en la contienda.
Un día, Delfor del Valle mostró a Irigoyen la fotografía de una de esas grandes manifestaciones aliadófilas y guerreras. Esa misma fotografía había sido presentada por Del Valle en la mesa de la Cámara de Diputados, de la cual era miembro. En primera línea —a la cabeza de la columna— iba todo el estado mayor del conservadorismo: los senadores y diputados de la oposición,
los caudillos provincianos desplazados por las intervenciones, la plana selecta del "Jockey Club"...
Todos ellos pedían la guerra desesperadamente. Irigoyen observó la fotografía. Guardó silencio.
Poco tiempo después, se produjo el hundimiento de un buque de bandera argentina, el "Monte Protegido", echado a pique por un submarino teutónico. Los ataques a Irigoyen recrudecieron. El presidente parecía indeciso.
Hasta se dijo que al anunciarle el hundimiento del "Monte Protegido", había hecho un movimiento de indiferencia con los hombros, como diciendo:
—¡Bah! ¡Qué me importa!
¡Calumnias! Ese mismo día, Delfor del Valle fué a la Casa de Gobierno. Al anochecer, Irigoyen lo invitó, como otras veces, a que lo acompañara en automóvil, hasta su
modesta casita de la calle Brasil. En el trayecto, Irigoyen no le habló ni una sola palabra del asunto del día.
Ni siquiera comentó el hundimiento del "Monte Protegido". Pero al llegar a su casa, en la escalera, cuando iba subiendo los primeros escalones, se detuvo y le dijo a Del Valle:
—Tengo sobre mis espaldas varios quintales de responsabilidades. Esta tarde he mandado un ultimátum a Alemania, reclamándole enérgicamente una satisfacción. Si las excusas no son ampliamente satisfactorias, entonces, cumpliendo mi deber de presidente y de argentino,
declararé la guerra a Alemania...
Siguió subiendo la escalera. A pocos pasos se detuvo y agregó:
—Si me veo en la obligación de tomar esa medida extrema... ¡se lo juro, Delfor! a los primeros que mandaré al frente de batalla, será a esos caballeritos conservadores y a esos mocitos de la oposición, que andan pidiendo a gritos que declare la guerra... ¿No piden la guerra? Pues que la sufran ellos...
Al día siguiente, Alemania dio toda clase de explicaciones: pagó los gastos, saludó en desagravio a la bandera argentina y prometió todo cuanto quiso Irigoyen".
—¡Vivan los aliados!
Salieron a relucir las armas. La policía recogió tres muertos y 18 heridos. El periodismo contribuyó a excitar el sistema nervioso del pueblo.
Carlos Muzio Sáenz Peña, Edmundo Calcagno y otros periodistas escribían en "La Unión", periódico sostenido por la colectividad alemana para combatir a los ingleses y norteamericanos.
El presidente Irigoyen no quería dejarse arrastrar por las olas. Se aferraba a la neutralidad con una fuerza tan profunda, que empezó a sospecharse. Los políticos opositores no perdieron tiempo. Aprovecharon el río revuelto. Se incorporaron a las filas de los aliadófilos que tenían como capitanes a Leopoldo Lugones, Alfredo Palacios, Ricardo Rojas y Almafuerte. Así podían gritar de cuando en cuando:
—¡Abajo Irigoyen!
Eran ellos los que encabezaban las manifestaciones populares. Ya no pedían, como al principio, la ruptura de las relaciones diplomáticas. Pedían la guerra —la guerra contra Alemania...— Había que mandar nuestros buques y nuestros soldados, a pelear contra el Kaiser.
Los políticos conservadores, del "antiguo régimen oprobioso" —como decía Irigoyen— eran los más entusiastas partidarios de que la Argentina entrara en la contienda.
Un día, Delfor del Valle mostró a Irigoyen la fotografía de una de esas grandes manifestaciones aliadófilas y guerreras. Esa misma fotografía había sido presentada por Del Valle en la mesa de la Cámara de Diputados, de la cual era miembro. En primera línea —a la cabeza de la columna— iba todo el estado mayor del conservadorismo: los senadores y diputados de la oposición,
los caudillos provincianos desplazados por las intervenciones, la plana selecta del "Jockey Club"...
Todos ellos pedían la guerra desesperadamente. Irigoyen observó la fotografía. Guardó silencio.
Poco tiempo después, se produjo el hundimiento de un buque de bandera argentina, el "Monte Protegido", echado a pique por un submarino teutónico. Los ataques a Irigoyen recrudecieron. El presidente parecía indeciso.
Hasta se dijo que al anunciarle el hundimiento del "Monte Protegido", había hecho un movimiento de indiferencia con los hombros, como diciendo:
—¡Bah! ¡Qué me importa!
¡Calumnias! Ese mismo día, Delfor del Valle fué a la Casa de Gobierno. Al anochecer, Irigoyen lo invitó, como otras veces, a que lo acompañara en automóvil, hasta su
modesta casita de la calle Brasil. En el trayecto, Irigoyen no le habló ni una sola palabra del asunto del día.
Ni siquiera comentó el hundimiento del "Monte Protegido". Pero al llegar a su casa, en la escalera, cuando iba subiendo los primeros escalones, se detuvo y le dijo a Del Valle:
—Tengo sobre mis espaldas varios quintales de responsabilidades. Esta tarde he mandado un ultimátum a Alemania, reclamándole enérgicamente una satisfacción. Si las excusas no son ampliamente satisfactorias, entonces, cumpliendo mi deber de presidente y de argentino,
declararé la guerra a Alemania...
Siguió subiendo la escalera. A pocos pasos se detuvo y agregó:
—Si me veo en la obligación de tomar esa medida extrema... ¡se lo juro, Delfor! a los primeros que mandaré al frente de batalla, será a esos caballeritos conservadores y a esos mocitos de la oposición, que andan pidiendo a gritos que declare la guerra... ¿No piden la guerra? Pues que la sufran ellos...
Al día siguiente, Alemania dio toda clase de explicaciones: pagó los gastos, saludó en desagravio a la bandera argentina y prometió todo cuanto quiso Irigoyen".
Brum e Irigoyen
"La República Oriental del Uruguay rompió sus relaciones con Alemania. Esto indignó a los alemanes e hijos de alemanes, residentes en el sur del Brasil, donde en ese tiempo, existían importantes colonias alemanas.
Irigoyen —presidente de los argentinos— recibió un telegrama del doctor Brum, solicitándole una audiencia secreta.
Brum llegó a Buenos Aires de incógnito. Irigoyen, tempranito, ya lo estaba esperando.
—Vengo a pedirle un favor en nombre de mi patria- le dijo Brum.
—Con mucho gusto —contestóle Irigoyen.
—Hay informes fidedignos de que los colonos alemanes del Brasil, piensan invadir el territorio uruguayo; apoderarse de nuestro país y convertirlo en un baluarte de la guerra europea. Mi pedido es éste: tenemos veinte millones de pesos oro. Es lo único que tenemos. Vengo a ofrecérselos a su gobierno para que nos venda armas y proyectiles. Deseamos defendernos hasta morir...
Irigoyen permaneció largo rato en silencio. En seguida agregó:
—Mi país no puede vender ni un solo fusil, ni un solo cañón, ni una sola bala. Pero, si el territorio uruguayo fuera invadido por los alemanes, puede usted contar con todos nuestros buques de guerra, con todos nuestros soldados y con todas nuestras armas. Todos los argentinos iremos —como un solo hombre— a defender la integridad de su nación.
Baltasar Brum —a pesar de ser un estadista de hierro forjado en todas las fraguas de la vida— no pudo contestar. Abrió los brazos. Estrechó contra su pecho de valiente a Irigoyen. Y los dos tenían los ojos húmedos de lágrimas...
(Es bueno que esto lo sepan los jugadores de fútbol)".
Publicado en la Revista argentina Caras y Caretas, Buenos Aires, 1ero. de julio de 1939, año XLII, número 2125.
Fuente: Del sitio de la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España.
La imagen de portada fue realizada por el retratista Alonso, y pertenece al Dr. Hipólito Irigoyen, publicada por la Revista Caras y Caretas, Buenos Aires, 29 de abril de 1916, Año XIX, Número 917.
http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm?id=0004493164&page=35&search=hip%C3%B3lito+irigoyen&lang=es
La caricatura del Dr. Irigoyen pertenece al sitio Caricaturas Artísticas.
http://caricaturasartisiticas.blogspot.com/2016/02/hipolito-yrigoyen.html
El cuadro del Dr. Irigoyen con la banda presidencial pertenece a la Secretaría de Cultura de la Nación.
https://www.cultura.gob.ar/la-vida-de-hipolito-yrigoyen-en-12-datos_5898/
http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm?id=0004493164&page=35&search=hip%C3%B3lito+irigoyen&lang=es
La caricatura del Dr. Irigoyen pertenece al sitio Caricaturas Artísticas.
http://caricaturasartisiticas.blogspot.com/2016/02/hipolito-yrigoyen.html
El cuadro del Dr. Irigoyen con la banda presidencial pertenece a la Secretaría de Cultura de la Nación.
https://www.cultura.gob.ar/la-vida-de-hipolito-yrigoyen-en-12-datos_5898/
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