Han sido antiguamente atribuidas a fray Giovanni Marignolli, un sacerdote y literato del siglo XIV. Nada se sabe de él, salvo que fue obispo de Bisignano (Italia) en 1354 y que escribió diversas obras. Sin embargo, tal atribución ha sido puesta en duda, y hoy se considera prudente referirse a las “Florecillas” como obra de autor anónimo. De todos modos, quien quiera que sea el autor, debió conocer de cerca las fuentes de la historia y de las tradiciones de la vida de San Francisco y de la de la orden Franciscana.
Según algunos, su autor tomó como base a un obra anterior, llamada “Actus Sancti Francisci”, y debida a un tal fray Hugolino, sobre el que se sabe aún menos que Marignolli. En ella se había compendiado la historia de la orden y principalmente la vida de su fundador, pero dejando en un segundo plano el rigor histórico para realzar la poesía que siempre parece haber requerido el relato de la vida del humilde franciscano. Se haya o no inspirado en Fray Hugolino, el misterioso autor de las florecillas escogió para su ya inmortal versión de la leyenda un estilo sencillo y directo, poético a pesar de estar escrito en prosa. La lengua elegida fue la toscana, que con sus dulces matices se acomodó precisamente a los propósitos requeridos. Desde entonces, es un clásico de la literatura universal, y entre las plumas famosas que se han ocupado de él, figura Emilia Pardo Bazán, quien tradujo al español estas bellas páginas.
Del santísimo milagro que hizo San Francisco cuando convirtió al ferocísimo lobo de Agubio
A tiempo que San Francisco vivía en la ciudad de Agubio, condado del mismo nombre, apareció un lobo grandísimo, terrible y feroz, el cual no solamente devoraba a los animales, sino también a los hombres; de modo que todos los ciudadanos vivían en grandísima inquietud, porque muchas veces se acercaba a la ciudad, y todos iban armados cuando salían de sus casas como si fuesen a la guerra, y aun así no se podían defender de él si le topaban solo; de modo y manera que el miedo al lobo llegó a tal extremo, que nadie se atrevía a salir solo fuera de su vivienda. Por lo cual San Francisco, compadecido de los hombres de aquella tierra, quiso salir fuera en busca del lobo contra el parecer de todos los ciudadanos, que se oponían a esta empresa; pero él, haciendo la señal de la Santa Cruz, salió fuera de la ciudad con sus compañeros, poniendo en Dios toda su confianza. Recelosos los demás de seguir adelante, San Francisco, valerosamente, tomó el camino que dirigía a la guarida del lobo. Y he aquí que, presenciándolo muchos ciudadanos que habían acudido a contemplar el milagro, el lobo salió al encuentro de San Francisco con la boca abierta, y acercándose a él San Francisco le hizo la señal de la Santa Cruz, le llamó y le dijo:
Ven acá, hermano lobo; yo te mando en nombre de Cristo que no me hagas daño a mí ni a ninguna otra persona.
¡Cosa admirable! En cuanto San Francisco hizo la señal de la cruz, el terrible lobo cerró la boca, dejó de comer y, obedeciendo al mandato, se acercó mansamente y como un cordero se echó a los pies de San Francisco, el cual le habló de esta suerte:
Hermano lobo, tú has causado mucho daño en este territorio y has cometido grandes crímenes, atropellando y matando a las criaturas de Dios sin su licencia, y no solamente has matado y devorado a los animales sino que has llevado su atrevimiento hasta matar a los hombres hechos a imagen de Dios; por todo lo cual eres digno de la horca como ladrón y homicida pérfido; por eso toda la gente habla mal de ti y todos son enemigos tuyos; pero yo quiero, hermano lobo, poner paz entre tú y tus enemigos; si tú prometes no ofenderlos más, ellos te perdonarán las pasadas ofensas y ni los hombres ni los perros te perseguirán en adelante.
Dichas estas palabras, el lobo, con un movimiento del cuerpo, de la cola y de las orejas y con inclinaciones de cabeza, mostraba querer aceptar y cumplir lo que San Francisco le proponía. Entonces, San Francisco añadió:
Hermano lobo, puesto que te gusta hacer y tener paz, yo te prometo darte la comida mientras vivieres, imponiendo esta obligación a los hombres de la ciudad, y así no pasarán más hambre; porque yo sé muy bien que por el hambre has hecho tantos daños. Pero en virtud de la gracia que te concedo, quiero, hermano lobo, que tú me prometas no hacer daño a ninguna persona humana ni tampoco a los animales. ¿Me lo prometes?
El lobo, inclinando la cabeza, dio evidente señal de que así lo prometía. Luego San Francisco añadió:
Hermano lobo, quiero que me hagas fe de t promesa para que yo pueda fiarme de ti.
Y extendiendo la mano San Francisco para recibir su juramento, el lobo, mansamente, puso su mano sobre la de San Francisco, dándole señal de fe en la forma que podía. Entonces dijo San Francisco:
Hermano lobo, yo te mando en nombre de Jesucristo que vengas conmigo sin miedo de nada, e iremos a firmar esta paz en nombre de Dios.
El lobo, obediente, se fue con él como un manso corderillo, viendo lo cual los ciudadanos de Agubio se maravillaron mucho.
Tan pronto como la novedad se supo en la ciudad, todo el mundo, hombres y mujeres, grandes y pequeños, jóvenes y viejos, acudieron a la plaza a ver el lobo con San Francisco.
Y estando reunido todo el pueblo, San Francisco se puso a predicar, diciendo, entre otras cosas, cómo por los pecados permite Dios tales daños y pertinencias, y que es más de temer la llama del Infierno, la cual duraría eternamente para los condenados, que no la rabia del lobo, la cual sólo puede matar el cuerpo y, cuánto se debe temer la boca del Infierno cuando tanta multitud tiene miedo y temor a la boca de un pobre animal!.
Convertíos, pues, carísimos, a Dios y haced digna penitencia de vuestros pecados, que Dios os librará del lobo en el tiempo presente y en el futuro del fuego eternal.
Dicha esta plática, San Francisco añadió:
Oíd, hermanitos míos: el hermano lobo, que está delante de vosotros, me ha prometido y dado palabra de ajustar con vosotros paces y de no ofenderos jamás en cosa ninguna si vosotros prometéis darle las cosas necesarias para su vida, y yo salgo fiador por él, de que observará fielmente este tratado de paz.
Al oír esto, todo el pueblo, a una voz, prometió alimentar al lobo diariamente. Y San Francisco, delante de todo el pueblo, dijo al lobo:
Y tú, hermano lobo, ¿prometes cumplir por tu parte el tratado de paz no ofendiendo ni a los hombres ni a los animales ni a criatura alguna?
Y el lobo, arrodillándose, inclinando la cabeza y con suaves meneos del cuerpo, de la cola y de las orejas, demostró, en cuanto le fue posible, que estaba dispuesto, por su parte, a cumplir todo lo pactado. Entonces dijo San Francisco:
Hermano lobo, quiero que así como diste fe de esta promesa fuera de la ciudad, del mismo modo ahora, a presencia de todo el pueblo, me reiteres la fe de la misma, para que yo esté seguro de que no me engañas y no me dejarás en mal lugar, por la fe que en nombre tuyo he prestado.
Entonces el lobo, levantando su pata derecha, la puso en la mano a San Francisco. A vista de este hecho y de los demás que quedan mencionados, fue tanta la novedad del milagro y la mansedumbre del lobo, que todos comenzaron a clamar al Cielo, alabando y bendiciones a Dios que les había mandado a San Francisco para que, con sus méritos, los librase de la boca de la bestia feroz.
Después de este suceso, el lobo vivió dos años en Agubio y entraba familiarmente de puerta en puerta por las casas sin hacer daño a nadie, ni ser molestado por ninguno; y era generosamente alimentado por la gente, y andando por el campo y la ciudad, nunca perro alguno le ladraba. Finalmente, después de dos años el hermano lobo se murió de viejo, de lo cual se dolieron mucho los ciudadanos, porque viéndolo andar tan manso y tan humilde por la ciudad tenían presentes las virtudes y la santidad de San Francisco.
(Agrega el escritor Julien Green en su libro “Hermano Francisco” que cuando el lobo murió, fue enterrado en una capilla puesta bajo la advocación de San Francisco. Fue en 1873 cuando, al levantar una baldosa, se sacó a la luz su cráneo que, a su manera, daba testimonio del prodigio y glorificaba a su primer amigo entre los hombres).
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