por A. J. DEUTSCH,
escritor estadounidense (1918-1969)
Partiendo de un punto central en Park Street, el metropolitano se había extendido a través de un complicado e ingenioso sistema ferroviario. Un desvío conectaba la línea de Lechmere con la de Ashmont para los trenes que se dirigían al sur, y con la línea de Forest Hills para los que se dirigían al norte. Harvard y Brookline habían sido enlazadas con un túnel que pasaba a través de Kenmore Under, y durante las horas punta todos los otros trenes eran desviados a través del ramal de Kenmore hacia Egleston. El ramal de Kenmore enlazaba con el túnel Maverick cerca de Fields Corner. Ascendía unos treinta metros en dos manzanas para conectar Copley Over con Scollay Square, y luego descendía de nuevo para unirse a la línea Cambridge en Boylston. La variante de Boylston había unido finalmente las siete líneas principales a cuatro niveles distintos. Entró en servicio el 2 de marzo. A partir de entonces, un tren podía viajar desde una estación cualquiera a cualquier otra estación en todo el sistema.
Todos los días de la semana circulaban doscientos veintisiete trenes, y transportaban un millón y medio de pasajeros, aproximadamente. El tren Cambridge-Dorchester que desapareció el 4 de marzo era el número 86. Al principio, nadie lo echó de menos. A última hora de la tarde, la línea estuvo un poco más cargada que de costumbre. Pero una multitud es una multitud. Los postes indicadores de los andenes de Forest Hills marcaron el número 86 alrededor de las 7:30, pero ninguno de ellos mencionó su ausencia hasta tres días después. El interventor del cruce de la Milk Street pidió al inspector de la Harvard un tren suplementario aquella noche, con motivo de celebrarse un partido de hockey, y el inspector de la Harvard transmitió la petición. La central envió el 87, que había sido puesto fuera de servicio a las diez, como de costumbre. Nadie se dio cuenta que faltaba el 86.
A la mañana siguiente, cuando la afluencia de pasajeros era más intensa, Jack O’Brien, del control de Park Street, llamó a Warren Sweeney, de Forest Hills, y le dijo que pusiera otro tren en la línea de Cambridge. Sweeney no disponía de ninguno, de modo que se dirigió al tablero y buscó en él algún tren disponible. Entonces, por primera vez, observó que Gallagher no había marcado su tarjeta la noche anterior. Sweeney dejó la tarjeta a la vista, con una nota. Gallagher tenía que entrar de servicio a las diez. A las diez y media, Sweeney se dirigió de nuevo al tablero y comprobó que la tarjeta de Gallagher continuaba en el mismo sitio, con la nota que él había dejado. Acudió al inspector y le preguntó si Gallagher había llegado tarde. El inspector le dijo que no había visto a Gallagher aquella mañana. Entonces, Sweeney quiso saber quién conducía el 86.
Eran las 11:30 cuando se enteró, finalmente, que había perdido un tren.
Sweeney pasó la siguiente hora y media en el teléfono, interrogando a todos los interventores e inspectores del sistema. Después de almorzar, a las 13:30, repitió las llamadas. A las 16:40, poco antes que terminara su jornada laboral, informó el asunto a la Central de Tráfico. Los teléfonos zumbaron a través de los túneles y talleres hasta casi medianoche, antes que el Director General recibiera finalmente la noticia en su casa.
El encargado principal de la Central de Cambios fue el primero en asociar, a última hora de la mañana del día 6, el tren que faltaba con los artículos de los periódicos acerca de la súbita desaparición de numerosas personas. Llamó al Transcript, y aquella misma tarde tres periódicos publicaron números extraordinarios. Así se hizo pública la historia.
Kelvin Whyte, el Director General, pasó una buena parte de aquella tarde con la policía. Interrogaron a la esposa de Gallagher. El conductor del 86 no se había presentado en casa desde la mañana del día 4. A media tarde, la policía había comprobado que unos trescientos cincuenta bostonianos, aproximadamente, habían desaparecido con el tren. El Sistema se cerró, y Whyte casi enfermó de rabia. Pero el tren no fue encontrado.
Roger Tupelo, el matemático de Harvard, entró en escena la noche del día 6. Telefoneó a Whyte, muy tarde, a su casa, y le dijo que tenía algunas ideas acerca del tren desaparecido. Luego se dirigió a casa de Whyte en Newton, y sostuvo con él la primera de numerosas conversaciones acerca del número 86.
Whyte era un hombre inteligente, un buen organizador, y no carecía de imaginación. —¡Pero no sé de qué está usted hablando! —exclamó.
Tupelo estaba dispuesto a mostrarse paciente.
—Esto es algo muy difícil de comprender para cualquiera, señor Whyte —dijo—. No me extraña que esté intrigado. Pero es la única explicación. Ha desaparecido el tren, y las personas que iban en él. Pero el Sistema está cerrado. Los otros trenes continúan allí. ¡Está en alguna parte del Sistema!
Whyte replicó, levantando de nuevo la voz:
—¡Y yo le digo a usted, doctor Tupelo, que el tren no está en el Sistema! ¡No está! Un tren de siete vagones con cuatrocientos pasajeros no puede ser pasado por alto. El Sistema ha sido registrado de arriba a abajo. ¿Piensa usted que estoy tratando de ocultar el tren?
—Desde luego que no. Seamos razonables, señor Whyte. Sabemos que el tren estaba en camino hacia Cambridge a las 8:40 de la mañana del día 4. Al menos veinte de las personas desaparecidas subieron al tren unos minutos antes, en Washington, y cuarenta más en Park Street. Unas cuantas se bajaron en ambas estaciones. Y esto es todo. Las que iban a Kendall, a Central, a Harvard... no llegaron allí. El tren no llegó a Cambridge.
—Sé todo eso, doctor Tupelo —dijo Whyte bruscamente—. En el túnel, debajo del río, el tren se convirtió en un barco. Abandonó el túnel y empezó a navegar hacia África.
—No, señor Whyte. Estoy tratando de explicárselo. Se encontró con un nódulo.
Whyte estaba lívido.
—¡Qué nódulo ni que ocho cuartos! —estalló—. El Sistema mantiene las vías limpias. Nuestros servicios no dejan ningún nódulo...
—Sigue usted sin comprender. Un nódulo no es una obstrucción. Es una singularidad. Un polo de orden superior.
Las explicaciones de Tupelo en el curso de aquella primera conversación no contribuyeron a aclarar la situación para Kelvin Whyte. Pero a las dos de la mañana, el Director General otorgó a Tupelo el privilegio de examinar los mapas principales del Sistema.
Tupelo se dirigió, pues, a la Central de Tráfico y estudió los mapas hasta que se hizo de día. Después de desayunar, se presentó en la oficina de Whyte.
Encontró al Director General pegado al teléfono. Estaba dando órdenes para que se llevara a cabo una inspección más minuciosa del túnel Cambridge-Dorchester, debajo del río Charles. Cuando terminó de hablar, Whyte colgó el receptor y miró a Tupelo.
—Creo que la causa de la desaparición está en la nueva variante —dijo el matemático.
Whyte se agarró al borde de su escritorio y rebuscó silenciosamente en su vocabulario hasta encontrar algunas palabras prudentes.
—Doctor Tupelo —dijo—, he estado despierto toda la noche pensando en su teoría. No la entiendo. No sé qué tiene que ver con esto la variante de Boylston.
—¿Recuerda lo que le dije acerca de las propiedades conectivas de los retículos? —preguntó Tupelo— . ¿Recuerda la cinta de Moebius que hicimos..., la superficie con una sola cara y un borde? ¿Recuerda esto? —y sacó de su bolsillo un pequeño frasco de cristal Klein y lo depositó sobre el escritorio.
Whyte se echó atrás en su asiento y contempló en silencio al matemático. Tres emociones se reflejaron en su rostro en rápida sucesión: rabia, desconcierto y absoluto desdén.
Tupelo continuó:
—Señor Whyte, el Sistema es una red de sorprendente complejidad topológica. Ya era complicada antes que se instalara la variante de Boylston, y de un alto grado de conectividad. Pero esa variante ha hecho que la red sea absolutamente única. No lo comprendo del todo, pero la situación parece ser esta: la variante ha elevado hasta tal punto la conectividad del Sistema que no sé cómo calcularlo. Sospecho que la conectividad se ha convertido en infinita.
El director general escuchaba como a través de una niebla. Mantenía sus ojos pegados al pequeño frasco Klein.
—La cinta de Moebius —continuó Tupelo— posee unas propiedades desusadas debido a que tiene una singularidad. El frasco Klein, con dos singularidades, consigue permanecer dentro de sí mismo. Los topólogos conocen superficies de hasta un millar de singularidades, las cuales poseen propiedades que hacen que la cinta de Moebius y el frasco Klein parezcan sencillos. Pero una red con una conectividad infinita debe tener un número infinito de singularidades. ¿Puede usted imaginar cuáles podrían ser las propiedades de esa red?
Después de una larga pausa, Tupelo añadió:
—Yo tampoco puedo imaginarlo. A decir verdad, la estructura del Sistema, con la variante de Boylston, supera por completo mis posibilidades de comprensión. Sólo puedo hacer conjeturas.
Whyte apartó sus ojos del escritorio en un momento en que la rabia era el sentimiento que predominaba en su interior.
—¡Y se dice usted matemático, Profesor Tupelo! —exclamó.
Tupelo se echó a reír. Lo absurdo de la situación no le hizo perder la calma.
—No soy topólogo, señor Whyte —dijo—. En realidad, soy un aprendiz de la materia. Sé de ella poco más que usted. Las matemáticas son un campo muy amplio. Y da la causalidad que soy especialista en Álgebra.
Su sinceridad ablandó un poco a Whyte.
—Bueno —sugirió—, si usted no lo comprende, tal vez deberíamos llamar a un topólogo. ¿Hay alguno en Boston?
—Sí y no —respondió Tupelo—. El mejor del mundo está en Tech.
Whyte alargó la mano hacia el receptor telefónico.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—Merritt Turnbull. Pero no hay modo de localizarle. Lo he intentado desde hace tres días.
—¿Está fuera de la ciudad? —inquirió Whyte—. Lo enviaremos a buscar. Diremos que se trata de una emergencia.
—No lo sé. El profesor Turnbull es soltero. Vive solo en el Brattle Club. No le han visto desde la mañana del día 4.
Whyte captó inmediatamente las posibilidades de aquella afirmación.
—¿Iba en el tren? —preguntó.
—No lo sé —respondió el matemático—. ¿Qué opina usted?
Se produjo un largo silencio. Whyte miró alternativamente a Tupelo y al objeto de cristal depositado sobre el escritorio.
—No lo entiendo —dijo finalmente—. Hemos revisado todo el Sistema. No existe ningún medio para que el tren se saliera de él.
—El tren no se ha salido de él. Está todavía en el Sistema —dijo Tupelo.
—¿Dónde?
Tupelo se encogió de hombros.
—El tren no tiene ningún «dónde» real. No hay ningún «dónde» real en todo el Sistema. Tiene una doble entidad, como mínimo.
—¿Cómo podemos encontrarlo?
—No creo que podamos —dijo Tupelo.
Moebius es una película argentina de ciencia ficción de 1996 dirigida por Gustavo Mosquera R. y protagonizada por Guillermo Angelelli, Roberto Carnaghi y Annabella Levy. Está basada en el cuento Un subterráneo llamado Moebius (1950) de Armin Joseph Deutsch. Se estrenó el 17 de octubre de 1996.
El cuento de Deutsch, que ya había sido adaptado en la película alemana Möbius (1993), incorpora en Moebius una trama mucho más compleja en cuanto a personajes y situaciones, agregando también un giro borgeano a la historia.
Moebius es el primer largometraje producido por la Universidad del Cine y realizado íntegramente por los estudiantes de la misma.
Fuente: Del sitio Wikipedia - Moebius (película)
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