Noche de Reyes

Transcribimos otro bellísimo poema de nuestra poetisa predilecta, Delmira Agustini, que puede encontrarse en la edición de sus "Obras Completas" que se encuentra en la Biblioteca Digital Hispánica de la Biblioteca Nacional de España. Este libro, como siempre recomendamos, se puede recorrer página a página, ya que, como tantos libros, está digitalizado, lo cual nos parece una actitud extremadamente buena para estos ejemplares que no están al alcance de todos los amantes de la literatura.  Copiamos además el relato que se encuentra en este libro sobre la vida y la muerte de esta poetisa excelsa, que completa la publicación de sus mejores obras. No dejen de leerlo...
NOCHE DE REYES 
«Tenía en las pupilas un brillo nunca visto,
Era rubio, muy dulce y se llamaba Cristo !... »

— Ah sigue ! — el mago erguía la frente soberana —
—«Mi copa es del Oriente, es sagrado este vino. —
«Allá en Betlheém, un día legendario y divino,
«Yo vi nacer al niño de estirpe sobrehumana.

«La Miseria lamía su mano.. . porcelana
«Celeste con el sello de un trágico destino;
«Y Él sonreía siempre á la Miseria, al sino,
«Al cordero de nieve, á la cruz del Mañana…

Era mi Dios!... Ah Cristo mi piedad os reclama.
Mi labio aún esta dulce de la oración que os llama!
Peregrinando cultos, mi rubio, infausto Dios,
No estragué de mi fe los armiños pristinos,
Ah! por todos los templos, por todos los caminos,
Divagando sonámbula, yo marchaba hacia Vos...

Del libro Obras Completas de Delmira Agustini, que incluye los poemas de "Los cálices vacíos" del año 1913.
RUMBO
        Delmira Agustini no ha muerto. Vive en sus hondas poesías inmarcesibles, que es tanto como
vivir en el corazón de los admiradores, y vive en aquella casa de donde fué sacado su cuerpo, ya va para diez años, pero donde quedó prendida su alma. Es allí donde nosotros la acabamos de encontrar.
        Dos padres amorosos consagran su existencia a recordar la excepcional criatura que se fué.
        Unas manos fraternas coleccionaron — y revisan de tiempo en tiempo — borradores, algunos indescifrables. Toda la casa está llena de su espíritu. Delmira Agustini vive, domina, preside los aposentos. .. Recordamos la mañana aquella que fuimos a la casa en cuya sala se había improvisado la capilla ardiente. Estaba llena de detalles emocionantes la espaciosa habitación. Cerca del féretro, donde la gran poetisa dormía para siempre, con los bucles sedeños acariciando el bello rostro de marfil, estaba "mudo el teclado en su clave sonoro". Y más allá, siempre como en el verso de Darío, "en un vaso olvidada" languidecía una flor. Veíanse los cuadernos de música que la excelsa artista hojeó con sus manos liliales; los cuadros que Delmira Agustini pintó; los bordados que combinara; las leves maderas que llenó hábilmente con calados de filigrana; la muñeca que le compraron los padres a los cuatro años y que Delmira conservó siempre, porque, en su bondad infinita, ni siquiera osara "hacerle daño" a las muñecas...
        Diez años después, hemos vuelto a la casa. Faltaba en la sala aquella figura, dulce y extática, que semejaba una santa al reposar en el ataúd. Pero permanecía incambiado todo lo demás: el piano, cuyas teclas acariciaban largamente sus dedos; los cuadros que pintó para escapar al peso doblegante de sus ideas geniales, sus bordados, sus marquitos de madera calada, su muñeca, esperando que la alzaran del sofá las dulces manos de la dueña...
        Y más allá, prolongando la velada, con el miedo al insomnio, a ese terrible insomnio que se padece en la casa desde que quien resultara su gloria y su alegría se fué, vimos a los padres de Delmira. El señor Agustini, con el alma desgarrada, pero sobreponiéndose al dolor, da ánimos a la afligida compañera, menos hábil para ocultar sus sufrimientos, que suspira y nos dice:
—¿Ustedes habían tratado a mi hija?...
****

        En Delmira Agustini coincidieron rasgos típicos de razas admirables. Su abuelo paterno era
francés y el materno alemán. Las abuelas nacieron en la Argentina y en el Uruguay respectivamente.
La ascendencia de la abuela paterna fue italiana. Así Delmira tuvo en su espíritu la acuidad
francesa, la grandeza sajona, la imaginación meridional y el perfume selvático de la libre América.
        Don Santiago Agustini se casó por amor en el año 1882. Su joven compañera, entonces de una
sugestiva belleza, había nacido en Buenos Aires.
        El matrimonio tuvo un niño, lo que contrarió, con esa contrariedad pasajera de las recién casadas, a quien soñaba con peinar los bucles de una blonda niña. Pero llegó ésta cuatro años más tarde. Era de ojos azules, muy blanca, muy sana, con algo de Walkyria. La casa fué chica para albergar el regocijo, la ventura de todos. A los seis meses engañaba a los que la veían, por su desarrollo; a los nueve decía palabras enteras; poco después de los diez, caminó... A los dos años, viendo estudiar al hermanito, deletreaba; a los cuatro escribía; a los cinco bordó un mantel que conserva, como una joya, la familia.
—Fué precoz, muy precoz, — nos dice la madre. No incurro en trivial vanagloria de familia. Yo afirmo que mi hija fué excepcional. No jugó nunca, a pesar de que tenía en casa al hermanito. Su seriedad nos desconcertaba. Desde los tres años, yo la recuerdo sentada junto a mí, cosiendo y haciendo zurcidos al principio; luego, bordando...
        No fué a colegios. A los siete años, la mamá se ocupaba de su instrucción. Mujer ilustrada, realmente culta, enseñó a leer y a escribir a la niña, se preocupó de familiarizarla con todas las materias imprescindibles, sin excluir la aritmética.
        Pero le buscó una hábil maestra de piano, pues, hija de alemán — ¡y como alemán, buen músico!- la señora de Agustini concedía verdadera importancia al arte. Madame Bemporat, que este es el nombre de la profesora, fué la primera persona, a un lado la familia, que aseguró cómo Delmira era una inteligencia excepcional.
        Nosotros, ávidos de descubrir la psicología de tan extraordinaria criatura, hemos preguntado:
—¿Y era muy sensible la niña?
—Mucho — nos dice la mamá.
—¿Se afectaba cuando la reprendían?
—¿Reprenderla? — y las tristes pupilas, más brillantes con el dolor de la evocación, se asombra — ¡Nunca hizo nada que mereciese reprensión mi hija! ¡Jamás la reprendimos!
        Estas expresiones traslucen bien lo que fué la excelsa Delmira Agustini en su hogar. Era bastante más que una niña mimada: un verdadero ídolo. Hogar sencillo, pero acomodado, donde no preocupaba el logro de más bienes materiales, dábase enorme importancia a lo espiritual. De ahí el entusiasmo con que la señora de Agustini, más comprensiva por mujer y por hija de artista, alentó los primeros balbuceos literarios de la hija. El esposo la secundaba. El trato, entre aquellos seres era cordial, exquisito. La niña leía mucho. Dominaba el francés a la perfección. Aquellos tiempos — con no estar muy lejanos — diferían de los actuales, pues la mujer, en general, salía poco a la calle. Los transeúntes veían de tarde a la madre y la hija abrazadas en el balcón.
        La señora de Agustini velaba el sueño de la niña, máxime cuando, ya consagrada poetisa, despertábase tarde, pues sus poemas los hacía en la cama, apoyando las carillas en la mesa de luz, durante altas horas de la noche y aun de la madrugada.
        Cuando los pasos de Delmira sonaban triunfales en el cuarto, la madre aguardaba su aparición
embebecida:
—¡ Por fin salió el sol!...
        Y la colmaba de besos. Parece que el hacer poesías fué en la gran artista una cosa espontánea.    Cuando los padres descubrieron los primeros versos, sorprendíanse:
—¿Tú has hecho esto?
—Sí.
—¿Y cómo no nos decías nada?
        La niña se sinceró:
—Porque yo /pensaba que esto era una cosa que hacía toda la gente.
        Se recuerda su temprana afición a las palomas, a las que había escrito la primera poesía que descubrió la familia, teniendo la niña siete años. En general, Delmira Agustini logró hacer todo cuanto se proponía, fuera en el piano, junto a las cuartillas o sobre el bastidor de bordar. A los
doce años dominaba la música clásica, pasándose hasta tres horas seguidas con los ejercicios de piano. Fué a los 16 cuando, con una seriedad impropia de su juventud, le confesaba a la madre:
—Voy a dejar todo para dedicarme a escribir. ¡ No sé, no sé!... Siento en el alma una cosa que me alegra y que me deprime... ¡Creo que voy a poder sacar algo bueno!
        Como siempre, tuvo el apoyo de sus padres. La señora de Agustini la estimulaba. Vino el leer
copiosamente en la cama, el llenar de garabatos que ella sola entendía, los márgenes de los libros, el borronear cuartillas... Tenía una fervorosa devoción artística: Gabriel D'Annunzzio. Y varias admiraciones hondas: Rubén Darío y Nervo, en París; Herrera y Reissig y Vasseur en el Uruguay.


****
        Delmira Agustini no era un temperamento huraño, aunque tenía momentos de una reconcentración casi religiosa. Se aisló de las jóvenes de su edad porque se notaba incomprendida, y se apartaba de los suyos en horas que poníala divinamente inquieta el estro. La familia la observaba con amor.Veíanla como distraída, haciendo dibujos sobre un papel o las páginas blancas de un libro y, de pronto, anotaba frases con celeridad. En esta forma hizo sus admirables composiciones. El primer original sólo Delmira habría podido descifrarlo; luego, en las copias, era el 
modificar palabras, el retocar los versos. El padre ponía en limpio éstos. Su principal lucha era
con ella misma, para vencer la facilidad:
—Escribir mucho, es fácil — confesaba. —Lo difícil es hacer poco, quedarse sólo con la esencia
de lo que se nos ha ido ocurriendo.
        No ambicionó la celebridad. Trabajaba por necesidad anímica, porque érale preciso dar forma
a sus sensaciones, porque debía reflejar su mundo interior, su divino tormento. Cuando escribió "El libro blanco" — a tiempo que corregía las pruebas — significaba a los suyos:
—Si llegan a comprenderme seis personas, yo me consideraré feliz.
        Como gran artista que era — y como niña que nunca conoció la vida — jamás veía la parte práctica de la existencia. Su bondad fué absoluta.
        Cuando daba una vuelta por el centro, del brazo de su madre, distribuía monedas entre los chicos pobres con los cuales se topaba. Los vendedores de diarios eran sus protegidos. Viéndolos alegres, volvía a la casa inundada de satisfacción. Era nerviosa, pero sin malhumor. Sus gustos no podían ser más sencillos. Elegía sus vestidos entre los menos complicados y detestaba las alhajas.
        En cierta ocasión exigió de sus padres que le compraran un cofrecito, que luego colmara de piedras falsas. Y era uno de sus juegos predilectos apuñar aquellos vidrios polícromos que mentían esmeraldas, rubíes, turquesas, jacintos, amatistas... Luego de mirarlos largo rato entre sus manos, los esparcía en la colcha o sobre la mesa, si es que estaba levantada:
—¡Me gustan los colores, el brillo! — decía.
        Cuando se iba a casar, los padres le regalaron una esmeralda grande y ella se opuso a que la
orlara de brillantes el joyero:
—¡Sola!... ¡Sola!... ¡La quiero sola!!...
        Si la madre decía alguna lisonja al hijo, exteriorizándole su cariño, Delmira, núbil ya, se quedaba herida, mostrando esa envidia sin egoísmo ni maldad de las criaturas:
—¿Y yo?... ¿Qué soy yo para ti? — preguntaba intranquila.
—¿Tú?... ¡Lo primero del mundo!.
        Y Delmira respiraba fuerte, anhelante, como si desapareciera una cruel opresión. Con los años,
se agudizó su pasión por la música. Tocaba a Bach, al Beethoven taumaturgo de las Sonatas...
        Y sobre todo, soñó despierta con el "Nocturno " de Chopin.
        Una vez que aparecieron sus libros, tuvo amigos escritores. Pero su vida fué siempre recogida,
íntima. Nadie sabe decir cómo se hizo de novio, cómo llegó a casarse... Los suyos, por no
contrariarla, ni siquiera lo hicieron para advertirle que el hombre que ella miró, no la merecía.
        Delmira, en esto como en todo, hizo su gusto... ¿Pero fué acaso su gusto?...
        Nos resistimos a creerlo. Con su enorme bondad, sintió piedad por el primer hombre que le
confesó su amor. Y se entregó a él. La vida rompió bruscamente su ensueño. Y al mes de casada, en una mañana triste, fría y lluviosa, apareció pálida e inquieta en el hogar paterno:
—¡ Mamita, mamita! — y se abrazó a la bondadosa dama. —¡Huí de la vulgaridad! ¡Ya no me separaré más de ti!... ¡Mamita, mamita!...

        Luego... ¡ una terrible, una inexplicable tragedia!
        Detengámonos aquí, respetando el dolor de los suyos, conmovidos ante un pobre corazón de madre. Baste saber que la señora de Agustini, al morir aquel genial ser idolatrado, cayó enferma y no pudo abandonar el lecho en ocho largos años.
        Los padres de la gran artista sólo viven ahora para el recuerdo...
 ANTE EL CADAVER DE LA POETISA
(Crónica hecha en la capilla ardiente)

EL FÉRETRO
        Habíase dispuesto próximo al balcón que tenía sus postigos cerrados. Por el montante, entraba la luz gris y destemplada de la calle. El ataúd descansaba sobre un pie sencillo. Era este ataúd de madera negra, con adornos de metal plateado. Tenía vidrio hasta cerca de la mitad solamente.
        Y vio el cronista cómo el cuerpo de la poetisa desaparecía bajo pliegues de gruesa faya de seda negra, con un sutil bordado blanco. Pocas flores, sobre este féretro, alcázar de un cuerpo que fué primaveral, que fué perfumado, que supo estremecerse al hálito del arte como un rosal que besara el aura. ¡Pobre Delmira!
        Apenas si un humilde ramo de violetas y otro —aún más humilde — de junquillos, se posaban por cima de la hermosa cabeza, que fué genial...
LA CARA
        Digamos algo de este rostro que hemos visto acardenalado, exangüe, yerto. ¡ Era tan lindo!
        La amplia frente, tras la que florecieron los versos más hermosos que mujer de nuestra época forjó, notábase fría, un poco amoratada. Era de marfil, sí. Pero uno de esos marfiles viejos que hemos visto en rancias catedrales, obscurecido por los años y el humo del incienso.
        ¡Ah, los dulces ojos! Tenían veladas las zarcas pupilas; pupilas nostalgiosas; pupilas serenas; dulces pupilas que parecían tener la visión de todos los dolores de la vida...
        Sobre ellas — cortinas que no han de levantarse más — caían los párpados, orlados con las pestañas largas y sedosas. ..
        ¿Y la boca? Sin aquella su triunfal coloración, parecía más mística, más asexual..

Piedad para los labios como engarce
Celestes donde fulge
Invisible la perla de la Hostia.
LOS CABELLOS
        Desaparecían cubiertos por la cofia, de faya negra también, con un solo vivo de gasa blanca.      Desaparecían, pero no en absoluto. Un mechón undoso, brillante, fragante — nota de gentil armonía — íbale hasta el cuello, como una sierpe que buscara su garganta de "madonna".
        Y evocó el cronista aquella su cabellera; su cabellera abundosa, bipartida, lánguida, con la languidez aristocrática de la rama del sauce.

Piedad para las pulcras cabelleras
Místicas aureolas
Que nunca airea el abanico negro,
Negro y enorme de la tempestad.
EVOCANDO LAS MANOS
        No las vi o el cronista no podía verlas, ocultas por las sedas y las tablas del fúnebre cajón. Pero las evocó. Eran tan finas, tan pulidas, tan sugerentes!...
        Manos breves que estremecían con su frío al ser rozadas.
        Y era que todo el calor llevábaselo el corazón.
        ¡Ah, las manos de Delmira Agustini, armoniosas, filiales, principescas!... Con los dedos largos y afilados, rematando en una aguzada uña de ágata. El índice casi tan largo como el del corazón: signo inequívoco de poesía. También en los dedos de aquel gran lírico que fué Julio Herrera y Reissig podía notarse esta peculiaridad:

Manos que sois de la Vida,
Manos que sois del ensueño;
Manos que me disteis gloria.
Manos que me disteis miedo!
Llevad a la fosa misma
Un pétalo de mi cuerpo.
LA JAULA VACÍA
        ¡Cuan triste esta salita donde el cronista ha visto transcurrir media hora esta mañana!
        En torno al féretro, los blandones funerarios tremelucían.
        La luz temblona irisaba el vidrio y las aristas delféretro ponía tonos cambiantes de nácar
en la opalina tez...
        Pocos muebles por aquí y acullá. Pocos, pero con carácter: una mesita, el diván, unas sillas, el piano...
        Este piano tocaba todas las noches el "Nocturno"de Chopin.
—¡ Toca otra cosa más alegre, nena!
—¡Me gusta tanto, mamita!
        Tenía la obsesión de la tristeza. Había nacido así: reflexiva, idealizadora, melancólica...
        ¡Tú, oh pobre Delmira, naciste inadaptada, inadaptable!...
        Naciste superior a este ambiente, a todos los ambientes... Habrías sido infortunada en todas
partes...
Mi lecho que está en blanco, es blanco y vaporoso
Como flor de inocencia,
Como espuma de vicio...
LOS RETRATOS
        Aparte de los familiares, vense algunos retratos de artistas que la admiraron mucho: Samuel Blixén, Nervo, el pintor Graner, Herrera y Reissig, cuyos claros ojos se adivinan perdidos en aquel mundo en que él sólo viviera.
        Y en un marco de oro y seda roja, entre nomeolvides y pensamientos bordados, la cabeza de león agobiado del ruiseñor nicaragüense: la fotografía de Rubén Darío, con esta dedicatoria: "Ex toto corde et anima''.
        Por aquí, un cuadro de amor por ella dibujado, por allá un primoroso trabajo que ella hizo en madera...
        Hay un último lienzo, sin terminar. Es un cuadro con un niño rosado, seráfico...
        Porque esta pobre niña que ha muerto, tenía el sentimiento de la maternidad!...
        Entraban los visitantes... Entraban silenciosos, recogidos... Un silencio hierático reina en toda la casa...
        El rostro tiene una expresión tan serena que desconcierta.
        La poetisa que tanto amaba la vida, se fué de la vida, tranquila como si sonriera.
        ¡Oh, maldición de las armas de fuego! Tú debías morir, sí; pero entre rosas, en una noche en que las rosas, pródigas en perfumes, queriéndote acariciar, te envenenaran..."
7 de julio de 1914.
Vicente A. Salaverri
Fuente: Biblioteca Digital Hispánica - Obras completas de Delmira Agustini.
http://bdh-rd.bne.es/viewer.vm?id=0000043195&page=1

La imagen de portada pertenece al artista Federico Andreotti,

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