Cuando llegan señales del fin

        Quizá una, quizá muchas veces, hayan llegado a nosotros, los seres humanos, las señales del fin. Y no nos referimos al Fin de los Tiempos, de lo que nada sabemos, ya que, como dice Jesús cuando le preguntan cuándo sucederá, “nadie lo sabe, sólo el Padre que está en los Cielos”. Nada sabemos de ese Fin, de ese Apocalipsis que hará que todo se transforme y vuelva Jesús con toda su Majestad y Poder. Nosotros, humanos, simples mortales, nada podemos anticipar sobre ese terrible momento que describe San Juan cuando recibe la visión en la Isla de Patmos.
        Nos referimos a otro final, más cercano pero no menos inesperado. No menos destructivo. Hablamos del fin de las cosas tal cual las conocemos, el fin del mundo pero del nuestro, del mundo en el cual estamos acostumbrados a vivir. El fin de nuestro modo de vida. El fin de nuestra sociedad como tal.
        Repetidamente, más de una vez, los seres humanos hemos visto catástrofes sin precedentes, muchas de las cuales, gracias a la escritura, han quedado documentadas. Y quién sabe cuántas tragedias más ha vivido la Humanidad, cuyos signos escritos no tienen más que 5.000 años de Antigüedad: las escrituras cuneiformes más antiguas datan del año 3.000 antes de Cristo, aproximadamente. Antes de esa fecha, sólo hay silencio, un enorme silencio que sólo rompe el grito de las evidencias naturales, como las piedras, los mares, las cavernas, los fósiles, los restos óseos, las artesanías, las piedras afiladas, las hachas de piedra. La Tierra tiene más de 4.000 millones de años de existencia, y nosotros, sólo unos pocos miles. Y dentro de esos pocos, 5.000 años de registro escrito quizá se asemeje a la nada.
        Ahora bien. Estando el Hombre como está tan a merced de los elementos, podríamos pensar que en realidad es un ser demasiado vulnerable para sobrevivir. Si la Tierra, el Agua, el Aire, el Fuego, se mueven (y se mueven porque nada está quieto en el Universo, nada), el simple ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios (según creen algunos) o habiendo evolucionado hasta llegar a ser el Homo Sapiens Sapiens que todos somos, es sumamente frágil. Su inteligencia estará, o debiera estar, dedicada al conocimiento y a la prevención de catástrofes para ayudarse a sí mismo y a los demás humanos.
        ¡Ay del hombre, que en vez de dedicarse a eso, desparrama su vida y su talento en tantas cosas que lo alejan de esa conciencia de finitud, de esa idea de perecer a cada instante que lo haría darse cuenta de tantas cosas y le enseñaría a valorar tantas otras!. A la manera del Don Juan que habla con Castaneda, cuando le explica sobre el Aliado que lo hará reflexionar sobre la posible Muerte, esa compañera que le abre los ojos a la vida, muy por el contrario, el hombre común nunca termina de despertar.
        Enzarzado como está siempre en cosas fútiles, que van desde el consumo hasta la guerra, duerme la paz espiritual que no es Paz, es Ausencia de Espíritu. Al no tener conciencia de sus limitaciones, pelea, corre, dilapida, asesina, roba y mata tan de prisa como lo hacían nuestros antepasados cavernícolas hace diez mil años. Su codicia y su ambición no se han reducido ni un ápice, aunque dicen que su cerebro es más grande. Sigue matando por placer, tortura por deporte y continúa queriendo quedarse siempre con los bienes del prójimo, que siempre se ven más suculentos que los propios.
        Tragedias se han vivido infinidad de veces, pero el Hombre no aprende. Si Darwin tiene razón y todas las especies evolucionan, el Hombre lamentablemente no. Si en los pájaros las alas se acortan, si en los reptiles las patas se adaptan a tierra, si los peces tienen branquias y si los pelajes cambian de color para escapar de sus predadores, el Señor Cerebro no avanza.
        Y eso hace que algunos filósofos se pregunten si, en realidad, nosotros no somos una vía muerta. Si no podemos adaptarnos, porque no podemos entender qué somos. Si no podemos avanzar, porque no tenemos conciencia espiritual pero sí tenemos suficiente poder para destruir a los demás; si no podemos mentalizarnos de disfrutar de nuestra vida porque la angustia del fin nos acaba, y entonces recurrimos a cualquier método para no pensar; si en esta sociedad una gran parte del mundo “avanzado” y “civilizado” gasta su dinero en drogas, pues bien, algo anda mal. El Señor Cerebro no sabe vivir.
        Y no sólo no sabe, sino que no quiere aprender. Tragedias ve por miles, pero nada lo conmueve. Y cada día  parece alejarse más de su Humanidad, de aquello que lo hace mejor y más humano, y se vuelve más insensible cuánto más tiene. Y cuanto más tiene, más quiere. Y al fin, todo le es indiferente. El Señor Cerebro se perdió por el camino de la evolución. Quizá sea sólo un mal momento histórico éste que nos toca vivir. Quizá sea un retroceso que permita un adelanto importante, así lo ven los optimistas. No sabemos. Por ahora el panorama no se ve bien: San Juan ya no nos cuenta sobre los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, nos lo cuenta la TV de hoy, la de todos los días. Y aunque pasan años y años, no se ve que los humanos se unan para derrotar los males. ELLOS MISMOS son su propio mal.
        Quizá sea necesario, como muchos dicen, “que venga una gran tragedia”. Pues bien, tragedias han venido. Ya Platón hablaba del hundimiento de la Atlántida, y luego de eso, no hemos oído hablar más que de tragedias, la gran mayoría provocadas por el mismo Hombre. Pero el Hombre no ha mejorado. No ha valorado ni sabido calibrar el valor de la vida que tiene en sus manos, vida que no elige, que le es dada para que cuide y que siempre, siempre, intenta desparramar y si es posible, hacerlo con la vida ajena. Podría vivir bien, de hecho lo tiene todo. Hoy tiene tecnología, tiene vacunas, tiene alimentos. Pero no tiene Amor.
Y sin Amor, sin una Espiritualidad más amplia, sin darse cuenta de dónde está parado y de quién es en realidad, no evolucionará. Seguirá (siguiendo a Platón) dentro de la conocida Caverna del Mito, pero no saldrá. Y destruirá todo lo que puede a su paso, como ha hecho desde el principio de los Tiempos.
        “Nosotros debemos practicar la ahimsa” sostenía el Mahatma Gandhi. Ya que como seres humanos siempre estamos condenados a destruir, para comer, para vivir, o sea, el resultado de nuestra acción es la “himsa”, predicaba que había que abstenerse de destruir. O sea, practicar la “ahimsa”. Pero sus palabras se pierden en las olas del tiempo.
        Triste destino el del Señor Cerebro, poseedor de un órgano tan poderoso, pero que nunca se aleja de aquel mono que al fin es más sabio que él. Porque el mono copia los gestos del hombre, intenta aprender los gestos y movimientos del hombre. Pero el Hombre, el Señor Cerebro, no quiere aprender de nadie. No quiere escuchar. Prefiere seguir durmiendo el sueño de la Prehistoria, en donde las disputas se arreglan con garrotes. O con misiles, lo mismo da.
        Dios quiera que frente a tanta barbarie, mucha gente se despierte, y comience a escuchar. Y se dé cuenta de que, como decía el científico Carl Sagan, “estamos hechos de polvo de estrellas”. Es decir, somos una parte inescindible del Universo. Debemos vivir y aprender a vivir y enseñar a vivir, y no permitirle a la Muerte avanzar más de lo que le corresponde. Tenemos el porqué: somos Hijos de este Universo (o de este Dios, o de este Buda, o de la Vida) y tenemos una misión que a la vez es una responsabilidad: vivir y cuidar la vida propia y la vida ajena tanto como la propia. Podemos hacerlo.
        Ya sabemos el porqué, ahora veamos el para qué: para vivir y ser felices, y ver crecer a nuestros hijos, y disfrutar de todo lo que la Humanidad tiene de bueno, y todo lo que este Planeta tiene por darnos y enseñarnos. Todo lo que la cultura ha logrado, todo aquello que se puede aprender y disfrutar.
        Tenemos el porqué, tenemos el para qué, y tenemos el cómo: cientos de años de ciencia nos permiten tener una tecnología que podemos usar, que evita enfermedades, que frena a la Poderosa Muerte. Y finalmente, tenemos un Cerebro casi sin uso y un Corazón aún sin estrenar, que nos permite unirnos y comprender que todos somos iguales, que todos sentimos lo mismo, que todos estamos parados aquí... mientras Dios o la Vida quiere que estemos. Y sin preguntarnos, una Ola nos llevará algún día, y volveremos a ser polvo de estrellas.
        Pero nuestra Alma, aquello que nos hace Personas, será la que haga a la Estrella brillar. Lo que nos diferencia del resto de la Creación, es, quizá, aquello que dice el gran Pascal: “el hombre es sólo una caña que piensa, pero es una caña que tiene conciencia del Universo”. El Universo, no.
        Y será nuestra Alma, no sola, sino unida al resto de los humanos y al resto de la Creación, la que hará a la Estrella brillar. Nunca sola. Nunca sin aprendizaje. Nunca si haber transitado este camino de luchas, de glorias, de fracasos, de caídas, de fortalezas, de volver una y otra vez a ponerse de pie frente a las desgracias. Eso ya lo hemos vivido, ahora es hora de aprender.
        Y el Alma, así cultivada, así en conciencia de sí, así sabiendo que es polvo de estrellas pero que tiene una conciencia, una luz pequeña que la hace diferente del resto, hará brillar al polvo. Polvo somos, del polvo venimos, y al polvo vamos.
        Pero somos polvo con capacidad de brillar, y de dejar una Huella en el Universo.

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2 comentarios:

  1. Excelente reflexión sra. Narvaja para comenzar el año con preguntas esenciales y buscando respuestas no menos esenciales. Gracias. Juan C. Benavente.

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  2. Muchas gracias, Licenciado Benavente. Sabe cuánto valoro yo su opinión siempre certera. Le agradezco sus palabras de apoyo, y le envío un gran saludo desde aquí. Adriana.

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