¿Cómo hago mis versos?

 por Gabriela Mistral,
poetisa chilena (1889-1957) 

Yo escribo sobre mis rodillas, en una tablita con que viajo siempre, y la mesa escritorio nunca me sirvió para nada ni en Chile ni en París ni en Lisboa.

Escribo de mañana o de noche y la tarde no me ha dado nunca inspiración, sin que yo entienda la causa de su esterilidad o de su mala gana respecto de mí.

Creo no haber hecho jamás un verso en cuarto cerrado, ni en cuarto cuya ventana diese a un horrible muro de casa urbana. Siempre me afirmo en un pedazo de cielo, que Chile me dio azul y que Europa me da borroneado.

Mejor se ponen mis humores si yo afirmo mis ojos viejos en una masa de árboles tiernos.

Mientras yo fui criatura estable en mi raza y mi país, escribí lo que veía o tenía muy inmediato. Escribí, como quien dice, sobre la carne caliente del tema.

Desde que soy criatura vagabunda, desterrada voluntaria, parece que no escriba sino en el medio de un vaho de fantasmas. Todo el mundo, el aire, el cielo y la tierra se me han vuelto pura saudade. La tierra de América y la gente mía, viva o muerta, se me han vuelto un cortejo melancólico pero muy fiel, que más que envolverme me forra y me oprime, y rara vez me deja ver realmente el paisaje y la gente extranjera.

Escribo sin prisa generalmente, y otras veces con una rapidez vertical, de rodado de piedras en la cordillera.

Me irrita en todo caso detenerme y tengo siempre al lado cuatro o seis lápices con punta, porque soy bastante perezosa, y tengo el hábito regalón de que me den todo hecho excepto los versos.

En el tiempo en que yo me peleaba con la lengua exigiéndole una tremenda intensidad, me solía oír a mí misma mientras escribía un crujido de dientes muy colérico. El rechinar de la lija sobre el filo romo del idioma.

Ahora ya no me peleo con las palabras sino con otra cosa. He cobrado el disgusto y el desapego de mis poesías cuyo tono no es el mío, por ser demasiado enfático. No me excuso sino aquellos poemas donde reconozco mi lengua hablada, eso que llamaba don Miguel el vasco, la lengua conversacional.

Corrijo bastante más de lo que la gente puede creer, leyendo unos versos que aun así me quedan bárbaros.

Salí de un laberinto de cerros y algo de ese nudo sin desatadura posible queda en lo que hago, sea verso o sea prosa.

Escribir me suele alegrar. Siempre me suaviza el ánimo y me regala un día ingenuo, tierno, infantil. Ando trayendo la sensación de haber estado por unas horas en mi patria real, en mi costumbre, en mi suelto antojo, en mi libertad total. Esos días en que hago alguna poesía, buena o mala, mi ánimo es el de quien estuviera casado con una muchedumbre de criaturas, casada con el mundo.

Me gusta escribir en cuarto pulcro, aunque soy persona harto desordenada. El orden parece regalar espacio y este apetito de espacio lo tienen mi vista y mi alma.

En algunas ocasiones he escrito siguiendo un ritmo recogido en un carro que iba por la calle lado a lado conmigo. O siguiendo los ruidos de la naturaleza, que de más en más se me funde en una especie de canción de cuna. Pinares, marejada, ruido de álamos, todo eso al llegar a mi oreja viene, solamente viene, en un ritmo de canción de cuna.

Por otra parte, tengo todavía la poesía anecdótica que tanto desprecian los poetas mozos.

La poesía me conforta los sentidos y eso que llaman el alma, pero la poesía ajena mucho más que la propia. Ambas me hacen correr mejor la sangre, me defienden la infantilidad del carácter, me anidan y me dan una especie de asepsia respecto del mundo.

La poesía es en mí sencillamente un rezago, un sedimento de la infancia sumergida. Aunque resulte amarga y dura, la poesía que hago me lava de los polvos del mundo y hasta de no sé qué vileza esencial, parecida a lo que llamamos el pecado original, que llevo conmigo y que llevo con aflicción.

Tal vez el pecado original no sea sino nuestra caída en la expresión racional y antirrítmica a la cual bajó el género humano castigado, y que más nos duele a las mujeres por el gozo que perdimos en la gracia de una lengua de intuición y de música que iba a ser la lengua del género humano.

Y a propósito de la infancia, pensaba qué definición sería la que yo pudiese dar de la poesía. Y pensaba en eso.

Y he escrito un poema en que habla un niño, el niño habla de una cantidad de bultos que ve falsos, que ve con su ojito.

Yo creo que cuando nacemos, los que vamos a hacer versos traemos en el ojo una viga atravesada. Esa viga atravesada nos deforma, ya sea transfigurándolo o en otra forma, todo lo que miramos y nos hace para toda la vida antilógicos y antirrealistas. El llamado poeta realista no existe. De manera que esa viga nos hace a veces ver amarillo lo que es negro, y nos hace ver redondo lo que es cuadrado, y nos hace caminar entre una serie de disparates maravillosos.

Dicen que al morir la mayor parte de los agonizantes lloran una lágrima, una extraña lágrima que cae con mucha lentitud. Yo creo que la viga del ojo del poeta no se va sino en esa última lágrima del agonizante.

Entraremos así en el paraíso, donde sea, con el ojo limpio porque ya en otra parte no nos serviría de nada una viga que nos transfigure las cosas.

Montevideo, enero de 1938

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