Aledaño con Las Catalinas, extendíase hasta el bajo del Retiro el “Barrio Recio” o de los “marineros”, rancherío miserable de quincha y adobe, escalonado sin orden ni concierto en la barranca. Más de una vez los fuertes temporales de Santa Rosa habían arrasado la parte cercana al río.
Pero lo que daba renombre y fama, harto mala por cierto, a la barriada, eran los bodegones, canchas de bolos, reñideros, juegos de pelota, burdeles, pulperías y casas de matute*, que se distinguían entre el rancherío por su más pretenciosa construcción y por los chillones colores que embadurnaban sus puertas y paredes.
*matute: que no ha pagado el impuesto correspondiente.
Fueros y privilegios conferíale al montaraz barrio la braveza de sus moradores, enemigos de las leyes y autoridades; que aquel era refugio y reunión de todo el malevaje de la ciudad.
Plazuelas, almadrabas* y rastros españoles estaban allí representados por la flor y nata de la Universidad de la Picardía; maestros de la uña, profesores del emboque y la trapacería, catedráticos de gramática parda. Completaban la taifa, contrabandistas de la Colonia, portugueses maloqueros, marineros desertores, mamelucos paulistas, ingleses negreros, gauderios de la costa oriental, negros alzados, zambos rufianes, mestizos tahúres; toda gente bravía, maleante, cuchillera, holgazana, bellaca y pendenciera, fruto de la horca y cosecha de galeras y presidios.
*almadrabas: sitios donde se pesca el atún.
Lo que allí se mercaba, con certeza no había pagado derecho de almojarifazgo*, ni de la Alhóndiga salido la harina de su tahona: alcabalas, diezmos, sisas, no se conocían; que no había oficial alcabalero asaz guapo, que a cobrar allí se aventurase, pues el cuchillo, la daga, la navaja y la faca presto salían a defender los fueros del comercio libre.
*almojarifazgo: derecho que se pagaba en algunas ciudades por determinados géneros o mercaderías que salían del reino o se introducían en él, o por aquellos con que se comerciaba de un puerto a otro dentro de España
Aunque pequeño el caserío, tenía bien cobrada fama de bullanguero. Hablaban de él con horror las familias, santiguábanse las beatas al mentarlo, anatematizábanlo los frailes, y temíanlo los alcaldes, alguaciles, celadores de rentas o inspectores de hacienda.
Era la nota discordante, ruidosa, desvergonzada, alegre, festiva, roja alguna vez, que alteraba la gran monotonía de la mogigata ciudad.
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A la población fija, había que agregar la forastera y flotante de los barcos arribados al río.
Apenas fondeados, bajaban las tripulaciones, acudiendo al barrio en procura de viandas frescas y placeres ruidosos; clientela fácil de contentar, generosa al pagar y larga en gastar.
Mezclábanse allí todos los pueblos marítimos de España. Catalanes de recia voz y adusta traza, valencianos de meloso hablar, gaditanos cancioneros, vascos huraños y toscos gallegos. También concurrían indios guaraníes, tripulantes de las balsas y tartanas que de las Misiones traían frutos y madereros que llegaban con sus jangadas formadas de troncos de valiosas maderas del Paraguay. Más parcos y más escasos de dinero que los marineros españoles, formaban rancho aparte, contentándose con su habitual pitanza, a base de maíz tostado y embriagándose en silencio con aloja y aguardiente.
De los bodegones esparcíase a lo lejos el acre olor del aceite frito, que apestaba. En sartenes sobre grandes braseros, freíanse al aire libre pescados del río, buñuelos y pasteles y en las parrillas asábanse chorizos, chinchulines y grandes trozos de carne.
Tras las largas y penosas travesías que duraban meses, llegaban los marineros, ansiosos de hartarse de carne fresca, frutas, legumbres y pan tierno, que refrescara sus resecos paladares, hartos de la salada comida de a bordo y del enmohecido bizcocho.
Habituados a la vida al aire libre, no soportaban la asfixiante atmósfera de los figones, llenos de humo y del vaho de las salsas. Sacaban al exterior la pesada mesa y bancos de algarrobo, y mientras asábase a su vista el jugoso costillar, entreteníanse haciendo añoranzas del terruño, narrando sus viajes, en la monserga de sus dialectos, jugando a la taba y a los naipes, comiendo castañas tostadas y saladas aceitunas de Córdoba, aliñadas con picantes que incitaban a beber.
Apenas dorada la carne, chorreando jugo, repartíase por las mesas en grandes barreños*. Arrojábanse, como hambrientos, sobre ellos y con el cuchillo en una mano y el trozo de carne en la otra, empezaba el funcionar de las recias mandíbulas.
*barreño: vasija de barro de mediana capacidad, más ancha en la boca que en su pie.
Abría el pulpero las hinchadas odres de vino chileno y de ocultos sitios sacaba pellejos de vino español; y los jarros de barro, las botas de cuero y los cubiletes de estaño circulaban de mano en mano. Ahítos luego de la carne, reclamaban frutas jugosas, vino con arrope, aguardiente, gastando en una noche la soldada de un mes.
Al anochecer, hartos de la comida, tendíanse en el suelo, empezando las monótonas canturrias de su tierra, mientras, como medrosas sombras, empezaban a rondar en torno mujerzuelas vestidas con la obligada pollera obscura y plegada, llenas de afeites y albayalde los rostros y oliendo a fuertes y vulgares perfumes.
Sonaban guitarras, castañuelas y panderetas y en el grupo de los indios, pífanos y chirimías. Al compás de los instrumentos empezaban danzas de todas las regiones, bailándose hasta el fandango, prohibido por la autoridad eclesiástica con pena de excomunión mayor.
Gran vuelo tomaba el jolgorio cuando los contrabandistas de la Colonia bajaban allí. Rumbosos y despreocupados, gastaban sin reparo el dinero, apañado a veces con riesgo de su vida, combinando en la ocasión alguna atrevida expedición de matute.
Rara vez terminaba la fiesta en riña; sólo era cierta cuando había buque de Asiento* en el Retiro y desembarcaba la marinería inglesa. El entrevero era inevitable y los cuchillos y navajas no quedaban ociosos, poniéndose presto en salvo en sus barcos, los autores de algún rojo desaguisado.
*Asiento: se refiere al tráfico de negros.
La “Ronda de Rentas”, prudentemente, no asomaba nunca por el “Barrio Recio” después del toque de queda, a pesar de constarles a los oficiales de hacienda de que era el foco del contrabando.
Benigno J. Mallol
Revista Caras y Caretas, 20 de noviembre de 1915, Año XVIII, N° 894, Buenos Aires, Argentina. José S. Álvarez, Fundador.
Fuente: Del sitio de la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España.
https://hemerotecadigital.bne.es/hd/es/viewer?id=8f017d9f-961c-47c1-9ff3-f08fefe661a8&page=51
La imagen de portada corresponde a la Iglesia de Santo Domingo y es una ilustración de la época.
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