Un parricida

por Guy de Maupassant,

escritor y poeta francés (1850-1893)

        El Abogado alegaba como circunstancia atenuante la locura de su defendido. ¿De qué modo, si no, podía explicarse tan extraño crimen? 

        Habíanse encontrado una mañana en un cañaveral cerca de Chatou los cadáveres de un hombre y una mujer, muy conocidos por su posición social, casados hacía un año, después de tres que llevaba de viudez la dama. 

        Nadie les conocía enemigos que hubieran podido asesinarlos, y, sin embargo, los dos cadáveres presentaban evidentes señales de un crimen. 

        Hiciéronse varias investigaciones para dar con los asesinos, y se interrogó a los marineros de aquella ribera; mas todo resultó infructuoso.

        Cuando ya se iba a abandonar el asunto por imposible, constituyóse preso voluntariamente un joven de un pueblecito vecino. Era un carpintero llamado Jorge Luis, conocido por el sobrenombre de “El Burgués”, quien respondió a cuantas preguntas se le hicieron, diciendo:

-Yo conocí al hombre hará unos dos años, y a us esposa la conocí hace seis meses. Como paso por hábil en mi oficio, solían encargarme la recomposición de muebles antiguos. 

        Y cuando se le preguntaba:-¿Por qué les habéis dado muerte?, respondía con terca obstinación:

-Los he matado porque he querido.

        Y no hubo medio de arrancarle otra respuesta. 

        Era el joven un hijo natural, criado en el país y abandonado después a sí mismo. No tenía más nombre que el de Jorge Luis; pero como a medida que se fue desarrollando se iba haciendo más inteligente y mostrando gustos más delicados, pusiéronle sus camaradas el sobrenombre de “El Burgués”, y no se le conocía de otro modo. 

        Teníasele por notable en su oficio, en el que hacía obras de verdadero mérito, demostrando grandes aficiones a la escultura en madera, y considerábasele como un exaltado y acérrimo partidario de las doctrinas comunistas. Eran, en fin, un constante lector de novelas, de aventuras y dramas sangrientos, y un hábil orador en todas las reuniones públicas de obreros. 

***

        El Abogado alegaba la locura. 

        “¿Cómo podría, de otro modo, explicarse que este obrero hubiese asesinado a sus mejores clientes, gentes ricas y generosas, que le habían dado a ganar en dos años más de 3.000 francos, según constaba en sus propios libros?

        Esto sólo tenía una explicación: la locura, la idea fija del desheredado que descarga sobre dos personas su venganza por odio a una clase.”

        Aquí el Abogado hizo una oportuna alusión al sobrenombre puesto por las gentes a este ser abandonado, exclamando con vehemencia:

        “¿No es esto una cruel ironía, capaz por sí sola de exaltar a este desgraciado muchacho que no tiene padre ni madre? Él es un ardiente republicano; ¿qué digo? pertenece a ese partido político que la República fusilaba y deportaba hace poco, y que hoy acoge con los brazos abiertos; a ese partido para el cual el incendio es un principio y la muerte un simple medio. 

        Estas tristes doctrinas, aclamadas en las reuniones públicas, han perdido a este hombre. Ha oído a los republicanos, a las mismas mujeres, pedir la sangre de Gambeta, la sangre de Grevy, y su espíritu enfermo ha querido sangre de burgués.

        ¡No es, pues, a él a quien debéis condenar, es a la Commune!”. 

        Estas palabras fueron acogidas por murmullos de aprobación, que hacían presumir que la causa estaba ganada. 

        El Ministerio público guardó silencio. 

        Entonces el Presidente hizo la pregunta de costumbre:

-Acusado, ¿tenéis algo que alegar en vuestra defensa?

        Levantóse el reo. 

        Era de pequeña estatura y tenía el pelo rubio como el lino. Los ojos eran grises y de mirar profundo. 

        Comenzó a hablar, y su voz fuerte, franca y sonora cambió bruscamente la opinión que de él se había formado. 

        Hablaba con acento un tanto declamatorio, pero tan claro, que todas sus palabras se oían hasta en el fondo de la sala. 

-Señor Presidente –dijo- prefiero la muerte a ir a un manicomio, y voy a declararlo todo.

        He matado a aquel hombre y a aquella mujer porque eran mis padres. Escuchadme ahora; después me juzgaréis. 

        Una dama tuvo un hijo ilegítimo y lo dio, por mediación de su cómplice, a que lo criase una pobre mujer. Aquel ser recién venido a la vida era inocente, pero estaba condenado a la miseria eterna, a la vergüenza de un nacimiento ilegal; más que esto, a la muerte misma, puesto que se le abandonó porque al no recibir la nodriza su pensión mensual, pudo, como hacen muchas, dejarle perecer de hambre. 

        Pero la mujer que me recogió fue honrada, más honrada, más grande, más madre que mi madre, y me cuidó y me crió en vez de abandonarme. 

        Crecí con la vaga impresión de que llevaba sobre mí el deshonor. Los muchachos que conmigo jugaban me llamaron un día bastardo. No sabían lo que esta palabra significaba. Yo también lo desconocía, pero lo presentí. 

        Era entonces uno de los más inteligentes de la escuela, puedo asegurarlo, y hubiera sido un hombre honrado, acaso un hombre superior, si mis padres no hubiesen cometido el crimen de abandonarme. 

        Este crimen fue cometido contra mí. Yo fui la víctima. Ellos fueron los culpables. Estaba sin defensa, y no tuvieron piedad. Debían amarme, y me rechazaron. 

        Yo les debía la vida; pero la vida, ¿es un beneficio? La mía, en todo caso, sólo era una desdicha. Después de su vergonzoso abandono, sólo les era acreedor de la venganza. Ellos cometieron contra mí el acto más inhumano, más infame, más monstruoso que puede cometerse contra un ser, y yo tenía que vengarme. 

        Un hombre injuriado, injuria; un hombre robado recupera por la fuerza lo que le pertenece; un hombre engañado, burlado, escarnecido, martirizado y deshonrado, mata: yo he sufrido todas estas ofensas y me he vengado matando. Era mi legítimo derecho. 

        Les he quitado una vida feliz, a cambio de la horrible existencia que me habían impuesto. 

        Se me dirá que soy un parricida, no lo niego; pero ha sido por culpa de mis padres que, considerándome como una carga abominable, porque mi nacimiento fue una tacha de infamia y una vergüenza, me arrojaron de su lado. 

        Ellos buscaban un placer egoísta y tuvieron un hijo imprevisto que abandonaron; ahora ha llegado mi ocasión y he hecho lo mismo con ellos… Y, sin embargo, yo estaba dispuesto a amarles.

        Hace dos años, cuando él fue por primera vez a mi casa, no supuse nada. Me hizo diversos encargos, y volvió con alguna frecuencia, pagando siempre con esplendidez y conduciéndose de modo que comencé a sentir por él cierta afección. 

        A principios de este año llevó consigo a mi madre en una de sus visitas. Cuando ella entró en mi casa, temblaba de tal modo, que la creí presa de un ataque nervioso. Aceptó una silla y un vaso de agua que le ofrecí, pero permaneció sin decir nada. Contemplaba mis trabajos con aire extraño, y sólo contestaba por monosílabos a cuantas preguntas le había su marido. 

        Cuando partieron, me ocurrió pensar si aquella mujer estaría trastornada. 

        Volvieron al siguiente mes, pero entonces era ya más dueña de sí. Permanecieron hablando largo tiempo en mi casa, y me hicieron bastantes encargos. Después los ví otras tres veces, sin adivinar nada, hasta que un día comenzó a hablarme ella de mi vida, de mi infancia y de mis padres, a lo que yo respondí:

-Mis padres, señora, fueron unos miserables que me abandonaron. 

        Causáronle tal impresión estas palabras que, llevándose las manos al corazón, cayó sin conocimiento. 

-Esta mujer es mi madre –pensé en aquel instante. 

        Mas me guardé de dar a entender que lo había conocido. Quería verla venir. Una vez hecho este descubrimiento, decidí informarme acerca de sus antecedentes, y supe que sólo estaban casados desde el mes de Julio anterior y que mi madre había enviudado hacía tres años. Luego era indudable que se habían amado en vida del primer marido; mas no existía una prueba concluyente. Estuvieron un rato en mi compañía, y al partir me dijo:

-Yo os quiero bien, porque me parece sois un hombre honrado y trabajador, y como supongo que acaso penséis en casaros algún día, quiero ayudaron a elegir libremente la mujer que os convenga. 

        Yo, que fui casada una vez contra mi corazón, sé lo que se sufre con esto. Así es que tengo gusto de ayudaros y, como soy rica, sin hijos, dueña de mi fortuna, quiero dotaros, Y me entregó un sobre grande, cerrado. 

        Yo la contemplé un momento fijamente, y le dije:

-¿Sois mi madre?

        Retrocedió tres pasos al escucharme, y se tapó los ojos para no verme. Sostúvola su marido entre sus brazos y exclamó, dirigiéndose a mí:

-¿Estáis loco? 

--No –respondí-; bien sé que sois mis padres y que no me equivoco. Reconocedlo, y guardaré el secreto; no os pediré más, siempre seré lo que soy, un pobre carpintero. 

        Hízose atrás con ánimo de salir, sosteniendo a mi madre, que sollozaba; pero yo me apresuré a cerrar la puerta, guardando la llave en mi bolsillo.

-Contempladla –le dije- y negad que esa mujer es mi madre. 

        Palideció espantado, sin duda ante el temor al escándalo que presentía, y que había evitado durante tantos años para salvar su buen nombre y su reputación, y exclamó con ira: 

-Sois un miserable, que sólo queréis sacarnos el dinero. ¡Lástima de beneficios los que se prestan a estas gentes!

        Mientras esta escena se desarrollaba, mi madre sólo acertaba a decir:

-¡Vámonos, vámonos de aquí! 

        Pero como la puerta permanecía cerrada, gritóme mi padre: 

-Si no abrís inmediatamente, os hago encarcelar por violencia. 

        Estas palabras me hicieron volver en mí y en ese mismo instante abrí la puerta, dejándoles partir. 

        Al verme solo, me pareció que acababa de quedar huérfano, de ser abandonado de nuevo. 

        Apoderóse de mí una espantosa tristeza, mezclada con ira; sentí así como un sublevamiento de todo mi ser, y corrí tras ellos a lo largo del Sena por el camino que tenían que seguir para ganar la estación de Chatou. 

        Pronto los alcancé. La noche era oscura. Yo caminaba con paso de lobo sobre la hierba para que no me sintieran, y procuraba oírles. 

        Mi madre seguía llorando, en tanto que su esposo le decía: 

-Tuya ha sido la culpa. ¿Por qué has querido verle? ¡Esto ha sido una locura! Hubiéramos podido hacerle todo el bien que hubieses querido, pero desde lejos y sin mostrarnos. Si no le podemos reconocer, ¿a qué venían estas visitas?

        Cuando escuché las últimas palabras, púseme ante los dos, manifestándoles: 

-¿Me negaréis ahora que sois mis padres? ¡No, no me lo neguéis! Ya que me rechazasteis una vez, no lo hagáis la segunda!

        Entonces, señor Presidente, levantó mi padre su mano, os lo juro por el honor, por la ley, por la República, y me cruzó el rostro. Quise sujetarlo, mas él se desasió y sacó un revólver. 

        Al ver su movimiento no sé lo que sentí; ello es que recordando que llevaba mi compás de bolsillo, lo saqué para hundirlo en su pecho no sé cuántas veces. 

        Mi madre comenzó a gritar: ¡socorro! ¡asesino! Yo, sin darme cuenta de lo que hacía, la herí también. 

Cuando vi sus cadáveres por tierra, los arrastré hacia el Sena sin reflexionar. Esto es todo. Ahora, juzgadme. 

***

        Volvió a sentarse el acusado, y ante las revelaciones que acaba de hacer, quedó aplazada la sesión. 

        Si nosotros fuésemos Jurados, ¿qué haríamos con este parricida?.

Guy de Maupassant,

Diario “El Heraldo de Madrid”,

sábado 16 de Julio de 1892,

Año III, Número 622. 

segunda edición.

Madrid, España. 

Fuente: Del sitio de la Biblioteca Nacional de España, Hemeroteca Digital

https://hemerotecadigital.bne.es/hd/es/viewer?id=acbc6f7a-b5c4-45ec-a2b7-4fdd998b90d6


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