Los alimentos de las Américas

por Carson I.A. Ritchie,

historiador

América: tierra de abundancia

Para los colonos que se hicieron a la mar siguiendo la estela de los pioneros, las tierras de las recién descubiertas Américas supusieron el fin del fantasma milenario europeo –el hambre. Es cierto que durante los primeros años, los recién llegados tuvieron que apretarse el cinturón. Así, los ingleses de Virginia tuvieron que echar al caldero los mastines que habían traído para que los protegiesen de los indios, y los Padres Peregrinos necesitaron de toda su fe para poder mantenerse durante los primeros inviernos de su estancia. 

Sin embargo, una vez instalados, los colonos tanto del norte como de Sudamérica, comprendieron que habían llegado a una tierra de abundancia. Los españoles de las Indias occidentales comprobaron que con una pequeña parcela podían sostener a toda la familia, pues las tierras tropicales eran muy fértiles, y las lluvias y el sol del Caribe, muy apropiados para el cultivo. 

Introdujeron los naranjos, los limones, las uvas, y sobre todo el cultivo de la caña de azúcar, que se empezó a practicar en las Indias Occidentales en 1506. Aunque las ovejas no se adaptaron bien al clima centroamericano, el ganado vacuno y el de cerda sí lo hicieron, y pronto vagaron por las islas manadas de vacas y de cerdos; animales que habrían de convertirse más tarde en el gran capital de los bucaneros. 

Mientras tanto los españoles se apresuraron a investigar las riquezas alimenticias autóctonas del nuevo continente. Exportaron a España hortalizas americanas como la mandioca, las judías verdes, las alubias, los pimientos rojos y verdes, la tapioca, la piña, el cacahuete y la vainilla. Sin embargo, es curioso que los colonos de la América del Sur no aprendiesen nunca la lección más importante que les planteaba el nuevo continente. 

Seguro contra el hambre

Bernal Díaz, uno de los conquistadores españoles de Méjico era, a diferencia de la mayor parte de sus compañeros, un hombre de negocios práctico, además de agricultor y soldado. Durante una primera incursión de reconocimiento en Méjico, sembró las semillas de una naranja que se había comido, y cuando volvió con Cortés, quedó asombrado al comprobar que los aztecas, que eran tan entusiastas jardineros como él, habían reconocido que los tallos de naranja era una nueva planta, y la habían regado y cuidado con mucho esmero. Al final de su larga vida, Díaz se entristeció al comprobar cómo el gigantesco sistema organizado por los emperadores aztecas para asegurar el bienestar de su pueblo, se había derrumbado por completo. 

El sistema consistía en enormes almacenes ubicados en cada provincia, llenados a base de los “impuestos" pagados al emperador. Éstos se materializaban en forma de alimentos, como el maíz, que se guardaban en previsión de una cosecha desastrosa. Cuando amenazaba el hambre, los monarcas aztecas abrían sus almacenes y distribuían su contenido a la población para que pudiese sobrevivir, o para que pudiese sembrar para el año siguiente. 

En el Perú ocurría lo mismo. Todo el mundo comía, pero también todo el mundo tenía que trabajar, y la conexión entre el trabajo y el no pasar hambre era una relación que se le inculcaba a todo peruano desde su más tierna infancia. No existían los mendigos, como ocurría en Europa, porque no se le permitía a nadie que permaneciese ocioso. Se trabajaba por el bien de la comunidad en general y los años buenos, con cosechas abundantes, se pagaban tasas extras para compensar los años de carestía y de hambre. 

Las lecciones que podían haber extraído de los aztecas y de los incas fueron desatendidas por los españoles, al igual que hicieron los Padres Peregrinos y sus descendientes en el norte, que no supieron admirar la infinita hospitalidad de los indios, que ofrecían comida a cualquiera que los visitara ya tendían sin el menor reproche a los ancianos, a los huérfanos y a los inválidos de su tribu. 

Carson I.A. Ritchie,

“La búsqueda de las especias”,

Alianza Editorial,

Madrid, 

año 1994



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