La madera

por Vicente Durante,

escritor, periodista bonaerense (1947)

        "No me corresponde el oficio de perpetuar su vida. Historiar su niñez de poco vale y si en algo pudiera estimarse, sólo recuerdo nuestros juegos, nuestra inocente camaradería, menudo país de sueños bajo un sol amigo. 

        Así lo veo, nos veo. Dos cuerpos iguales, un mismo mirar menesteroso, las manos hundidas en el quebranto de la tierra reseca. 

        Era cierto que él, bondadoso y aplicado, aventajaba en luces a cualquier niño de su edad. Era improbable que asombrase a los hombres más estudiosos. 

        A nuestra infancia le pertenecen la sorpresa del viento orquestando entre piedras y arbustos, los silbos del camino, el refugio del techo hogareño y el pan crocante. 

        Nuestros padres eran carpinteros, un trabajo donde el respeto mutuo es la primera fianza. Muy pronto fueron amigos para siempre. Recuerdo que los alegraba vernos pasar las horas tranquilos trazando distritos imaginario en el suelo arenoso. Con una mirada o un gesto mi padre lo elogiaba por aquel hijo juicioso, obediente, paciente en el tiempo de callar. 

        Un día fuimos jardineros. Plantamos una vara de mimbre que, cansado de verla erguida y rubia, yo terminé por arrancar para blandirla amenazante contra la yunta de gansos familiares. Él me miró con ojos comprensivos, pero yo sabía que reprobaba aquella acción. Me la pidió prestada con dulzura y sugirió utilizarla como columna votiva para nuestra pequeña ciudad de barro debajo del sauce que está en el huerto.

        Me malhumoraba su candor. Los chicos lo seguían como acoplados a su serenidad, atraídos por su sonrisa, hasta que se cansaban. Entonces él, lo mismo que un mayor atento a la energía palpitante de los niños, organizaba una carrera por lo más escarpado. 

-¿Y cuándo volverá tu amigo? - me preguntaban al verlo alejarse con su padre en dirección de los árboles muertos del breñal.

        Mi padre sabía calcular el regreso. Yo me limitaba a extrañarlo. Hasta la siguiente visita, el caballito de madera, una talla que él me había regalado y otras cosas volverían a esperar en sus rincones. Pero esa próxima vez nunca llegaría. 

        Con el tiempo, erguido y rubio como nuestro mimbre, yo me ocupaba en el taller de mi padre, aliviaba su vejez, ganaba la concesión de proveer las maderas más selectas al gobierno. Con esto último obtenía mejores remuneraciones que por cinco meses de trabajo y con mucho menos esfuerzo. 

        Seguro y acaudalado, en opinión de la gente de mi aldea, una primavera bajé al encuentro del amigo. Quería ver sus progresos, volver a nuestras caminatas de vestido limpio, aunque más no fuera compartir con sus padres un mendrugo que sabría al pasado de mi casa. 

        Todo iba a quedarse en un sueño infantil. 

        Su taller ya no estaba. Su padre había muerto dos años atrás. Su madre vivía con unos parientes. 

        Pregunté por él, era el tema obligado de todos. Me contaron que en la ciudad censuraban su conducta. El niño sumiso de entonces había cambiado para mal: era cabecilla de un grupo de vagabundos. Para apreciar con certeza la medida de su influjo, acotaban, recluta gente que hasta ayer cumplía con solicitud los quehaceres más honestos. Hasta un funcionario del gobierno abandonó la jerarquía para ir detrás de sus palabras. 

        Mi negocio producía y el fisco pagaba cada vez mejor mis maderas. Me había transformado en el carpintero oficial, rango que además de las prebendas me daba ciertos privilegios. En las celebraciones los buenos lugares eran para mí.

        Los sacerdotes valoraban mi piedad y fui contratado para restaurar las maderas del templo. Allí recibía lejanas noticias de mi amigo. Siempre andaba en medio de las multitudes y era, con propiedad, un conductor entre los ignorantes. Las inferencias de su comportamiento corrían por cuenta de la imaginación sacerdotal que suele exagerar lo contrario a sus intereses. 

        La ciudad se conmovió con el anuncio del proceso. El pueblo creyente estallaba de indignación. Si las autoridades no hacían justicia, la haría él con sus propias manos-rezaba, según los sacerdotes-, la propaganda oral. 

        En la tarde más sonada de nuestra historia yo seguía las alternativas de juicio desde mi grada principal. El pueblo estaba en su derecho y se hizo justicia. 

        Todo el mundo arracimado a los costados de la avenida dejó desiertas las calles laterales. Así pude escapar a la soledad de una posada.

        En un momento pensé aterrado si me atribuirían complicidad con el reo. Eso era imposible, nuestra relación se había cortado en la primera adolescencia, todos lo sabían. De cualquier manera la sentencia ya estaba dictada y no había nada que temer. 

        Entonces salí a la avenida. Hombres y mujeres clamoreaban como al paso de un saltimbanqui. En sostén adecuado (Juan había nacido para cuidar mujeres) su madre lo seguía a distancia, a veces alcanzada por algún escupitajo o un palo volador, la mirada congelada, sin lágrimas, asintiendo a algo más que al designio de los hombres.

        Atardecía en el peñasco. Yo lo contemplaba a escasos quince metros. No. Aunque en su cruz reconociera la obra de mis manos, no era aquel nazareno mi amigo infantil.

        Lloré pensando en la madera”. 

Vicente Durante,

"La madera",

"Cuentos literarios tradicionales",

Selección para segundo nivel,

Ediciones Colihue, 

Primera edición,

año 1984

La imagen de portada pertenece al artista plástico Carlos Queiroz y se titula "Santa Ceia". "Carlos Queiroz nació en Recife, en 1958. Inició sus actividades artísticas, como la pintura en 1981, pero de niño se trasladó con el arte, a través de dibujos con lápices de colores, crayones, pintura de acuarela, todo aparecería . De adulto comenzó a pintar con óleo y acrílico sobre lienzo o cualquier otro medio, incluyendo Eucatex, o madera de demolición".

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