Lo que cuenta Ana en su Diario de Ana Frank (primera parte)

"Sábado, 20 de junio de 1942.
        Kitty (este diario) lo ignora todo de mí. Necesito, pues, contar brevemente la historia de mi vida. Mi padre tenía ya treinta y seis años cuando se casó con mi madre, que tenía veinticinco. Mi hermana Margot nació en 1926, en Francfort del Meno. Y yo, el 12 de junio de 1929. Siendo judíos ciento por ciento, emigramos a Holanda, en 1933, donde mi padre fue nombrado director de la Travies N.V., firma asociada con Kolen &Cía, de Amsterdam. El mismo edificio albergaba a las dos sociedades, de las que mi padre era accionista.
        Desde luego, la vida no estaba exenta de emociones para nosotros, pues el resto de nuestra familia se hallaba todavía defendiéndose de las medidas hitleristas contra los judíos. A raíz de las persecuciones de 1938, mis dos tíos maternos huyeron y llegaron sanos y salvos a los Estados Unidos. Mi abuela, entonces de setenta y tres años, se reunión con nosotros. Después de 1940, nuestra buena época iba a terminar rápidamente: ante todo la guerra, la capitulación, y la invasión de los alemanes llevándonos a la miseria. Disposición tras disposición contra los judíos. Los judíos obligados a llevar la estrella, a ceder sus bicicletas (los judíos debían entregar sus bicicletas a los alemanes). Prohibición para los judíos de subir a un tranvía, de conducir un coche. Obligación para los judíos de hacer sus compras exclusivamente en los establecimientos marcados con el letrero de “negocio judío”, y de quince a diecisiete horas solamente. Prohibición para los judíos de salir después de las ocho de la noche, ni siquiera a sus jardines, o aun de permanecer en casa de sus amigos. Prohibición para los judíos de ejercitarse en todo deporte público: prohibido el acceso a la piscina, a la cancha de tenis y de hockey o a otros lugares de entrenamiento. Prohibición para los judíos de frecuentar a los cristianos. Obligación para los judíos de ir a escuelas judías, y muchas otras restricciones semejantes. 
        Así seguimos tirando, sin hacer esto, sin hacer aquello. Jopie me dice siempre: “No me atrevo a hacer nada, de miedo a que esté prohibido”. Nuestra libertad, pues, está muy restringida; con todo, la vida es aún soportable.
        Nuestra pequeña familia de cuatro no tiene todavía mucho de qué quejarse, y así llego a la fecha de hoy”. 

Viernes, 9 de octubre de 1942
        Querida Kitty:
        Hoy no tengo que anunciarte más que noticias deprimentes. Muchos de nuestros amigos judíos son poco a poco embarcados por la Gestapo, que no anda con contemplaciones; son transportados en furgones de ganado a Westerbork, al gran campo para judíos, en Drente. Westerbork debe de ser una pesadilla; cientos y cientos están obligados a lavarse en un solo cuarto, y faltan los w.c. (baños).  Duermen los unos encima de los otros, amontonados, en cualquier rincón. Hombres, mujeres y niños duermen juntos. De las costumbres, no hablemos: muchas mujeres y muchachas están encintas.
        Imposible huir. La mayoría está marcada por el cráneo afeitado, y otros, además, por su tipo de judío. 
        Si eso sucede ya en Holanda, ¿qué será en las regiones lejanas y bárbaras de las que Westerbork no es más que el vestíbulo? Nosotros no ignoramos que esas pobres gentes serán masacradas. La radio inglesa habla de cámara de gases. Después de todo, quizá sea la mejor manera de morir rápidamente. Eso me tiene enferma. Miep cuenta todos esos horrores de manera tan impresionante, que ella misma se siente convulsionada. Un ejemplo reciente: Miep ha encontrado ante su puerta a una vieja judía paralítica, aguardando a la Gestapo, que había ido a buscar un auto para transportarla. La pobre vieja se moría de miedo bajo los bombardeos de los aviones ingleses y temblaba viendo los haces luminosos cruzándose en el cielo como flechas. Miep no ha tenido el valor de hacerla entrar en su propia casa; nadie se hubiera atrevido a hacerlo. Los alemanes prodigan los castigos. 
        Elli ha recibido también lo suyo: su novio tiene que partir para Alemania. Ella teme que los aviadores que vuelan sobre nuestras casas dejen caer su cargamento de bombas, a menudo de millares de kilos, sobre la cabeza de Dirk. Bromas tales como que “nunca tendremos mil” y “una sola bomba basta”, me parecen fuera de lugar. Cierto que Dirk no es el único obligado a partir; todos los días hay trenes atestados de muchachos de ambos sexos destinados al trabajo obligatorio en Alemania. Cuando se detienen en el trayecto, en tal o cual cruce, algunos tratan de escapar; eso resulta a veces, pero en muy pequeña proporción.
        Aún no he terminado con mi oración fúnebre. ¿Has oído hablar alguna vez de rehenes? Es su último invento para castigar a los saboteadores. La cosa más atroz que pueda imaginarse. Ciudadanos inocentes y absolutamente respetables son arrestados, y aguardan en la cárcel su condena. Si el saboteador no aparece, la Gestapo fusila a cinco rehenes sin más rodeos. Los diarios publican a menudo los anuncios de defunción de esos hombres, ¡bajo el título de “accidente fatal”! ¡Hermoso pueblo los alemanes! ¡Y decir que yo pertenecía a él! Pero no, hace mucho tiempo que Hitler nos hizo apátridas. Por lo demás, no hay enemigos más grandes que los alemanes y los judíos. Tuya, Ana. 

Miércoles, 13 de enero de 1943
        Querida Kitty:
        El terror reina en la ciudad. Noche y día, transportes incesantes de esas pobres gentes, provistas tan sólo de una bolsa al hombro y de un poco de dinero. Estos últimos bienes les son quitados en el trayecto, según dicen. Se separa a las familias, agrupando a hombres, mujeres y niños.
        Los niños, al volver de la escuela, ya no encuentran a sus padres. Las mujeres, al volver del mercado, hallan sus puertas selladas y notan que sus familias han desaparecido.
        También les toca a los cristianos holandeses: sus hijos son enviados obligatoriamente a Alemania. Todo el mundo tiene miedo.
        Centenares de aviones vuelan sobre Holanda para bombardear y dejar en ruinas las ciudades alemanas; y a toda hora, centenares de hombres caen en Rusia y en África del Norte. Nadie está al abrigo, el globo entero se halla en guerra, y aunque los Aliados ganen la guerra, todavía no se ve el final. 
        Y nosotros, sí, nosotros estamos bien, mucho mejor, huelga decirlo, que millones de otras personas. Nosotros estamos aún a resguardo y nos comemos el dinero que pretendemos nuestro. Nosotros somos a tal punto egoístas que nos permitimos hablar de la posguerra, regocijándonos de la perspectiva de cosas ropas nuevas y de zapatos nuevos, cuando deberíamos economizar cada céntimo para salvar a los afligidos después de la guerra, o, al menos, todo lo que quede por salvar. 
        Se ve a los niños de aquí circular con blusita de verano, zuecos en los pies, sin abrigo, ni gorra, ni medias, y nadie acude en su ayuda. No tienen nada en el vientre, y, royendo una zanahoria, abandonan el departamento frío para salir al frío y para llegar a una clase más fría aún. Muchos niños detienen a los transeúntes para pedirles un trozo de pan. Holanda ha llegado a eso.
        Podría seguir durante horas hablando de la miseria acarreada por la guerra, pero eso me desalienta de más en más. No nos queda sino aguantar y esperar el término de estas desgracias.
        Judíos y cristianos, esperan, el mundo entero espera, y muchos esperan la muerte.
Tuya, Ana. 

Miércoles, 10 de marzo de 1943
        Querida Kitty:
        Aunque tuvimos un corto circuito, precisamente durante un bombardeo. No puedo librarme del miedo a los aviones y a las bombas, y me paso casi todas las noches en el lecho de papá, buscando allí protección. Es una niñería, lo admito, pero si tú tuvieras que pasar por eso… Los cañones hace un estruendo de mil diablos, que nos vuelve sordos. La señora fatalista (se refiere a la señora Van Daan) estaba a punto de soltar las lágrimas cuando dijo, con una vocecita quejumbrosa:
-¡Oh, qué desagradable es eso que tiran!
        Lo que quería decir: “Me muero de miedo”.
        A la luz de las velas era menos terrible que en la oscuridad. Yo me estremecía como si tuviera fiebre y suplicaba a papá que reencendiera la velita. Él era inflexible, había que permanecer en la oscuridad. De repente empezaron a tirar con las ametralladoras, lo que es cien veces más aterrador que los cañones. Mamá saltó de la cama y encendió la vela, a pesar de que papá refunfuñaba. Mamá se mantuvo firme, replicando:
-¿Es que tomas a Ana por un viejo soldado?
(...)
        Noches atrás, Peter subió a la bohardilla a buscar periódicos viejos. Al bajar la escalera, apoyó la mano, sin mirar, en … una rata enorme. Le faltó poco para que rodase de terror y de dolor, porque la rata le mordió el brazo, ¡y cómo! Al entrar en nuestra habitación estaba pálido como la cera y con su pijama todo manchado de sangre: apenas si se mantenía en pie. ¡Qué sorpresa tan fea! No es divertido eso de acariciar a una rata que, por añadidura, le muerde a uno. Es espantoso. 
Tuya, Ana". 
Ana Frank,
"Diario de Ana Frank",
Editorial Nacional Gabriela Mistral,
Segunda Edición,
Colección Quimantú Para Todos,
Santiago de Chile, 
julio de 1973. 
La foto de Ana Frank pertenece al diario La Vanguardia de España

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