El Dios de la tercera edad

por Adriana Sylvia Narvaja,
periodista y docente (1961-)
Si Dios quiso que usted llegara a los cincuenta, o ya pasó la barrera de las cinco décadas, esta nota es para usted. Viva la tercera edad, pero vívala como Dios manda.
“Alégrate, joven, en tu juventud, y tome placer tu corazón en los días
de tu adolescencia; y anda en los caminos de tu corazón 
y en la vista de tus ojos; pero sabe, que sobre todas estas cosas te juzgará Dios.
Quita, pues, de tu corazón el enojo, 
y aparta tu carne del mal; porque la adolescencia y la juventud son vanidad.
Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud, 
antes de que vengan los días malos, y lleguen los años de los cuales digas:
No tengo en ellos contentamiento”.
(Eclesiastés 11, 9-10 y 12)
        Converso mucho con la gente. Converso en el almacén, en la verdulería, en el banco. Converso en la parada del colectivo, y aun con los que bajan del colectivo en la misma parada que la mía. Es evidentemente una adicción: no puedo dejar de conversar.
        De hecho, no conozco otra persona que, como yo, se quede charlando diez minutos por teléfono con los que llaman a mi casa con número equivocado. Incluso converso con los que llaman para hacerme encuestas y ofrecerme cosas.
        Lo mío no tiene arreglo. Lo sé.
        De hecho, mi mami decía que mi problema básico de dinero se solucionaría fácilmente si yo consiguiera que me paguen por hablar. Ella sostiene, con fundamento, que entonces me convertiría en millonaria. No estaría mal. No sé cuánto se cotiza la palabra hablada en la Bolsa de Valores, pero espero que un día se reconozca el valor de las mías. No por mí, si no para contentarla a ella, dándole la razón.
        Pero de todo lo que hablo, aprendo un montón. De la gente y de sus cosas, de cómo anda la vida, de cómo vive la gente sus problemas y de cómo en este mundo falta amor y sobra indiferencia y maldad. Eso duele.
        Al fin, de todo lo que escuché, comprendí qué es lo peor que a una persona, entre todas las cosas malas que le pueden pasar, y que son innumerables, le puede pasar. Y es cumplir cincuenta años.
        Si usted cumple  cincuenta años en este país, está muerto. Se lo aseguro. De hecho usted no está leyendo esta nota. No. Le pasa lo que a Bruce Willis en “Sexto Sentido”: cree que está vivo y está muerto.
        ¿Quiere pruebas?. Bien. Vaya a buscar los Clasificados del diario, y verá que usted ya no existe: no hay trabajo para la gente de su edad. Salga a la calle: lo ignorarán, lo empujarán, lo tratarán de viejo. Vaya a ver las vidrieras: no encontrará ropa apropiada. Y así podríamos seguir
        A todo esto, su vista comenzará a fallar, se cansará más que antes, intentará colgar una cortina estirando el brazo hacia arriba y quedará con el cogote más torcido que el de Quasimodo, y dé “¡gloria a Dios!” si su mujer lo puede bajar para enderezarlo un poco. No se preocupe: torcido y todo ella lo ama, y si lo aguantó hasta ahora, aunque no se enderece nunca más ella continuará haciéndole la cena. Que no es poco.
        Entonces usted comienza a pensar, da vueltas por la casa y así, de sopetón, se lleva por delante el calendario que está colgado en la pared. Y se da cuenta de la realidad: el cumpleaños de quince, o el de dieciocho que para usted sucedió ayer a la noche, terminó mucho antes, más de cuarenta largos años antes, y no se sabe cómo, uno llegó a los cincuenta. En principio se queda asombrado, luego se mata de risa, luego no tanto. Entró en la tercera edad, que en este país comienza a los cincuenta.
        Serio y preocupado, recuerda, parado todavía frente a la pared que tiene el calendario colgado, a sus abuelos, tíos y demás parientes grandes, que le decían que viva la vida y que la disfrute, porque pasa muy pronto. Muchos de ellos ya no están. Y usted, que sigue aquí, se acuerda que en aquel momento le parecía una exageración, cosa de viejos, insistir tanto en lo rápido que pasa la vida. Si cuando se tienen veinte, se los tiene para siempre. La vida es eterna, o no es. Y a los veinte siempre es eterna, y para siempre.
        Los padres estarán siempre con nosotros, los abuelos nos contarán siempre las mismas anécdotas, los tíos nos harán siempre los mismos chistes y nos preguntarán eternamente cómo vamos en la escuela. Nada cambiará, y nosotros jamás creceremos. Y si somos adolescentes, “los equivocados, posta te digo, son ellos”. Nosotros tenemos una eternidad para vivir.
        Hasta hoy.
        El día en que nos dimos cuenta que cometimos un pecado irremediable: crecer. Y en buena hora que hemos crecido, formado una familia (o dos, o tres), trabajado, desarrollado una profesión, o lo que fuera. Pero algo adentro, algo muy humano nos queda latiendo y nos dice: llegaste a los cincuenta, ya no tenés quince, atención. El tiempo de descuento comenzó a correr.
        Y aquí, parado en la mitad de la rayuela, usted, como yo, debe decidir hacia adónde debe ir. Si subirá al cielo o bajará al infierno, atinándole bien al cuadradito con el número, y cuidando que la piedrita no abandone el dibujo rayuelar (¿existirá esa palabra? porque no encuentro otra).
        Pues en una sola frase le digo lo que pienso, así, de un golpe: busque a Dios. Hoy, hoy mismo, decídase a buscar a Dios. Porque no hay nada mejor que buscar al Dios de la tercera edad. ¿No entendió nada? Le explico.
        Si a medida que sus fuerzas declinan usted no busca a Dios, no busca elevar un poco su espíritu, no se da un ratito para pensar qué corno está usted haciendo aquí en este enorme Universo frío, en este planeta poblado de dementes, donde lo bueno es atropellado permanentemente por lo malo, usted se hará una persona muy amargada, resentida, opaca.
        Vivirá, o mejor dicho, seguirá viviendo, como lo hizo hasta ahora. Sólo para usted. Me dirá que bueno, que usted trabaja como un enano y quiere darle lo mejor a sus hijos, y yo le diré que sí, que es cierto.
        Pero usted carece de la necesaria visión de las cosas, que es la siguiente: somos simples mortales, en este mundo estamos de paso, no debemos aferrarnos mucho a las cosas, sino a los afectos, estamos obligados a ayudar a otros, y un día vamos a irnos como todos los demás, buenos y malos, hombres, animales y plantas, y otros nos reemplazarán, y creerán que el mundo lo inventaron ellos, y que nosotros no amamos nada ni a nadie, que no sabíamos vivir y ellos sí, que somos anacrónicos y simplemente no somos, porque no quedará memoria de nosotros.
        Dios, mientras tanto, seguirá existiendo hasta el fin de los tiempos, si es que hay un fin.
        Tengo otra verdad revelada, pero es muy personal: estoy segura, aunque no puedo demostrarlo, que Dios en su trono escucha Pink Floyd. Si usted no es creyente, compre “El lado oscuro de la luna” y escúchelo. Cambiará de opinión y se convertirá mientras el CD gire y usted sienta como gira el Universo. Pero esto es una opinión personal.
        Si usted no busca a Dios, será una persona que no sabe dónde va. Una persona sin luz, que vive sólo para morir mañana, que no piensa ni reflexiona y por lo tanto, actúa sin pensar ni reflexionar. Sin buscar apoyo en algo superior, sea cual fuere aquello que considera superior, Dios, Jehová, Alá, el budismo, el taoísmo, la Naturaleza, la Ciencia, o las Jerarquías Superiores.
        Y así se aferrará al dinero, que no es malo, pero que no es el fin último de la vida. Se adherirá a sus propiedades, que sólo le traen dolores de cabeza. Apresará a sus hijos con tentáculos de pulpo, intentará dirigir sus vidas, les reprochará todo e intentará hacerse mantener por ellos, en todo sentido.          Aplastará sus vidas con celos, envidias, recriminaciones. Los asfixiará, tanto como ha asfixiado a los que estaban a su alrededor, y a su alma misma.
        Jamás sabrá lo que es la libertad.
        La libertad de ser un simple mortal, de que no está obligado a hacer más de lo que sus fuerzas le permitan, y que no necesita ser un sabio, no saberlas todas, ni estar siempre en todas partes, ni ser el súperhombre de la familia, o la súpermujer que al fin termina con las neuronas voladas de tanto pretender ser tanto, y exigirle tanto a todos a fuerza de reproches, que con los años todos huyen, despavoridos, porque toda su frustración de querer ser más que humana  usted la vuelca sobre los que están cerca. Y no tiene amor para dar.
        Pero si usted, aunque antes en su juventud no lo haya buscado, busca a Dios, su vida tendrá un sentido. Entenderá que su vida es su vida, que usted ha hecho todo lo mejor que ha podido, y que sus hijos harán lo mismo, y lo mismo los hijos de sus hijos. Que lo mejor que podía darles es su amor, su comprensión, su cariño, aunque les deje menos dinero, y más horas de charla, y más libros, y más abrazos, y más besos.
        Y luego usted continuará con su vida, cuando ellos partan para hacer la suya. Y no se derrumbará, porque el Dios de la tercera edad lo sostiene y le indica que ahora es hora de hacer cosas nuevas, de darle amor incluso a otros, de ayudar a otros, de colaborar con la sociedad con aquello que usted sabe, que sabe y que puede dar. Que puede devolver por bien todo aquello que ha recibido, en esta historia y en este tiempo, aunque algunas cosas hayan sido negativas.
        El Dios de la tercera edad lo ayudará a trasmutarlas en Bien.
        Estará más tranquilo, dormirá mejor, y trabajará y seguirá pagando sus cuentas como Dios manda. Nadie le dice que se vaya a una isla desierta y se tape sólo con un taparrabos y que coma langostas verdes. No. Es sólo una cuestión de actitud, de cómo tomarse las cosas.  De que vivir solamente corriendo detrás de la guita no sirve, de que el hecho mismo de vivir corriendo es una soberana pelotudez. Evítela.
        De usar su inteligencia, antes de que lleguen los años en que tal vez no tenga contentamiento, y usted siga sin explicarse qué hace aquí, y se resigne, sin saberlo, a ser uno más, nada más.
        El Dios de la tercera edad lo ayudará a ser más hombre, o más mujer, y más ser humano. Tendrá más amor para dar y pedirá menos. Y hablará con sus nietos, el día de mañana, y sus nietos amarán que usted les hable de ese Dios, de ese Universo, de esa Naturaleza, de esa Ciencia o de ese Amor al Conocimiento y a los Hombres. Y así, sin saberlo, usted los vacunará contra la más horrible de las enfermedades: la depresión, que no es más que el vacío que viven los que no saben para qué viven. La Nada horrenda, la más oprimente oscuridad del que no siente nada.
        Y como de la Nada no nace nada (principio fundamental de la filosofía), usted la evitará y evitará que sus hijos caigan en ella, y mucho más sus nietos, porque ahora usted estará más preparado que ayer, cuando crió a sus hijos. Podrá el hombre inventar muchas vacunas para la enfermedad física, y bienvenido que sea. Dicen los Proverbios que Dios ama toda ciencia, así que está bien que lo físico se cuide y se cultive. Pero la enfermedad mental sólo la previenen aquellos que dan la mejor vacuna: la llenura del espíritu, que se da con amor, con libros, con arte, con música, con cultura, con todo aquello que nos aparte del Agujero Negro de la Nada, que todo lo atrae y todo lo absorbe y todo lo destruye. Y que algunos quieren aprovechar para venderle cosas que no necesita...
        Vacúnese hoy y vacune a sus hijos y a sus nietos. Lea el Eclesiastés, o el I Ching, o el Corán, o el Talmud, visite museos, vea cine, tome mate, pásela bien. Lleve a sus nietos al Planetario, al teatro de títeres, a todos los teatros posibles. Ríase como un descosido y luego llévelos a la librería más cercana, munido de una buena carretilla. Llénela comprando todos los libros que pueda para ellos y algunos para usted. Léaselos mientras todos toman chocolate con tortitas negras, y se ríen viendo al Chavo.
        Y en su corazón, profundamente, sienta cómo se mueve, cómo danza el Dios de la tercera edad.
        Su vida, agradecida.
        Dios, feliz de ver que usted entendió cómo es la cosa.
Las imágenes pertenecen a facebook y la última foto, a la hermosa Biblioteca del Río de Quilmes, a cargo de su coordinadora, dueña de la foto, Matilde Salustio.
La imagen de portada corresponde a la foto "Bailarina", de Kóvacs Jocó.

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