Ha llegado el momento de morir

por Pier Paolo Pasolini
        “Es tempranísimo. El sol no ha nacido todavía.
        La granja, con sus grandes patios, está desierta. A lo sumo hay algún pájaro que trina en el hielo. Sólo Emilia está allí, sentada como siempre en su banco.
        Pero he aquí que avanza desde el portón grande, que da hacia el camino, una figura negra e incierta: es una vieja, una vieja desdentada, dulce, vacilante como una niña, que llega a hurtadillas, intimidada por sus propios pasos.
        Lleva su mejor vestido, el de los días de fiesta, el que usa para ir a la primera misa; y sin embargo atraviesa el portón –bajo el cual es plena noche- como una ladronzuela, para reaparecer al borde del patio, cada vez más insegura, cada vez más desorientada. 
        Quizá teme haber entendido mal, haberse equivocado, haber cometido algún error; por eso escruta, llena de aprensión, el fondo del patio donde la santa Emilia permanece, erguida e inanimada, sobre el banco. Sólo al cabo de largo rato Emilia demuestra que ha reparado en la vieja.
        Entonces se levanta, por primera vez en tanto tiempo, y con el paso lento y rígido con que, meses y meses antes, había regresado a su casa, se acerca a la vieja que la espera con un aire tranquilizado, de cómplice.
        Así, sin decirse una sola palabra, ambas mujeres inician su viaje.
        Pasan por la sombra del portón, emergen más allá, a la luz de las vagas extensiones de los campos; pero en vez de tomar a la derecha, por la carretera asfaltada, siguen por el camino de tierra que se interna en la campiña, hacia otra puerta blanca, igual a la del portón de entrada, apenas visible en el aire aún pálido. 
…..
        El sol está sobre el horizonte, como un triste disco en la niebla. Por los campos desvaídos, las dos mujeres, silenciosas y negras, caminan con paso ágil, como dirigiéndose a un mercado lejano.
        Emilia llora con desesperación y sin hacer ruido, pero deja que esas lágrimas abundantes le corran ininterrumpidas por las mejillas, sin secárselas. 
        Ya empiezan a ser más frecuentes las casas rústicas, rodeadas por los barrios nuevos; tristes casas, iluminadas por un sol que llega hasta ellas descolorido, filtrado por la niebla que persiste en el fondo de la campiña. 
…..
         Llegada al lugar que ha escogido –o que ha encontrado al azar y le ha parecido adecuado para sus planes- Emilia se detiene. Y la vieja, sin preguntar nada, obediente como una niña, se detiene tras ella. 
        Frente a ambas se abre un inmenso terraplén donde están construyendo todo un grupo de casas urbanas. En el centro de ese terraplén se alza, vertiginosamente, una excavadora; sus mandíbulas, en la inercia de la hora matutina, están suspendidas contra el cielo. 
        No lejos de la excavadora hay una fosa enorme que la excavadora debe rellenar. Emilia observa esa vorágine en su tétrico color fango y se resuelve; con gestos lentos y bien calculados empieza a bajar hacia el fondo, agarrándose de los terrones que sobresalen y de los arbustos sobrevivientes. La vieja, con sus últimas fuerzas de campesina que ha trabajado sin quejarse durante toda la vida, la sigue con diligencia. No discute las decisiones de la santa; las considera ya tomadas en el cielo y en su simple, viejo corazón, ha aceptado a que así debe ser. La fosa tiene una profundidad de quince o veinte metros, y en el fondo del barro aún está blanco, centelleante de charcos estancados. 
        Directa y segura como una autómata, pero siempre llorando, Emilia se tiende boca arriba en el fondo de la fosa, junto a la pared hendida. Después, muy despacio, haciéndose ayudar por su fiel, se cubre íntegramente de una capa de barro, de modo que resulta invisible desde arriba, confundida con la tierra blanda y brillante y con los charcos. 
        Las lágrimas que le fluyen abundantes e ininterrumpidas, diluyen sólo el fango en torno a los ojos y se amontonan en un charco minúsculo.
        Cuando Emilia ya está cubierta por completo por el barro (y resulta absolutamente irreconocible, al punto de confundirse perfectamente con el fondo de la fosa), como obedeciendo a un tácito acuerdo, la vieja se va, trepando muy despacio por la pista resbaladiza que la lleva al borde de la fosa, tras el cual desaparece. 
…..
        La excavadora ya ha terminado casi su tarea; la inmensa fosa en el fondo de la cual se había tendido Emilia ya no existe. Está cubierta casi por completo de una tierra aún fresca y blanda que la excavadora, rematando sin dejar de aullar su tarea, arroja en las últimas depresiones que quedan, pero ya parece haberse perdido todo recuerdo de la fosa. 
        Del lugar (ahora casi imposible de reconocer) donde ha quedado sepultada Emilia empieza a manar, primero con lentitud –con la minuciosa lentitud con que se mueven los insectos- un hilo de agua. Son las lágrimas de Emilia; poco a poco forman otro charco pequeño y desde él empieza a correr otro hilillo de agua por la tierra. 
        En este instante se oyen gritos alarmantes –llamados- y un llanto; después, una confusión de muchas voces que hablan agitadas. ¿De qué parte de las obras llegan? ¿De los últimos pisos, vacíos contra el cielo? ¿De los talleres al aire libre, con tablones y montones de hierros sobre el fango?
        Pero gritos y voces parecen cercanos; en efecto, provienen del otro lado de la empalizada que bordea el terraplén recién terminado, donde los ojos de Emilia, sepultada, manan el río de sus lágrimas.
        Y he aquí que sale un grupo de obreros por detrás de la empalizada, hecha de madera fresca sobre la cual una mano ha pintado burdamente, con brea chorreante, una hoz y un martillo.
        Avanzan sobre la tierra blanda con paso vivo, sin dejar de hablar animadamente. Entre ellos, hay uno que camina sostenido por los compañeros, que le tienen un brazo levantado, con la mayor delicadeza que les es posible. El brazo está ensangrentado y el herido mira alrededor, casi exánime. 
        Cuando el grupo, casi corriendo, pasa junto al charco de lágrimas, uno de los obreros lo ve, se detiene y lleva hasta él al herido; hunde en él las manos en forma de escudilla y sin pensarlo demasiado (es un pobre, viejo obrero que sin duda viene del campo), lava con esa agua la herida de la muñeca y la mano de su compañero. 
        Pero no bien el agua empieza a lavar la sangre de la carne, empieza a curarse la herida; en pocos instantes, el tajo se cierra y la sangre deja de correr.
        Antes de que los obreros, como es natural, empiecen a dar gritos de asombro –abandonándose a las manifestaciones ingenuas y un poco absurdas que los hombres no pueden retener cuando están frente a cosas de las cuales no tienen experiencia-, hay un momento de profundo silencio. Sus pobres rostros, socavados, duros, bondadosos, están vueltos hacia ese charco que brilla, inconcebible, bajo el sol".
Pier Paolo Pasolini
"Teorema"
Editorial Sudamericana
abril de 1970 


¡Compártelo!

No hay comentarios:

Publicar un comentario