La sociedad de consumo, la que lo devora todo

COMUNICACIÓN Y CULTURAS DEL CONSUMO
por Jean Baudrillard,
pensador francés  (1929-2007)
        “Resumiendo brevemente, diremos que el problema fundamental del capitalismo contemporáneo ya no es la contradicción entre ‘maximización de la ganancia’ y ‘racionalización de la producción’ (en el nivel del empresario), sino entre una productividad virtualmente ilimitada (en el nivel de la tecnoestructura) y la necesidad de dar salida a los productos. En esta fase, es vital para el sistema controlar no sólo el aparato de producción, sino además la demanda de consumo, no sólo los precios, sino además lo que será demandado a ese precio. El efecto general que se produce, ya sea por medios anteriores al acto mismo de producción (encuestas, estudios de mercado), ya sea por medios posteriores (publicidad, mercadotecnia, condicionamiento) es ‘quitarle al comprador -ámbito en el cual escapa a todo control - el poder de decisión para transferírselo a la empresa, donde puede ser manipulado’(Galbraith). De manera más general ‘una característica natural del sistema (y aquí convendría decir una característica lógica) es adaptar las actitudes sociales en general a las necesidades del productor y a los objetivos de la tecnoestructura. La importancia de esa característica crece con el desarrollo del sistema industrial'. Esto es lo que Galbraith llama el canal invertido, en oposición al canal jerárquico clásico, en el cual se supone que la iniciativa le corresponde al consumidor y luego repercute, a través del mercado, en las empresas de producción. Aquí, por el contrario, la empresa de producción controla los comportamientos del mercado, dirige y modela las actitudes sociales y las necesidades. Es, o al menos tiende a ser, la dictadura total del orden de producción. 
        Este ‘canal invertido’ destruye -por lo menos tiene este valor crítico- el mito fundamental del canal jerárquico clásico según el cual, en el sistema económico, el individuo es quien ejerce el poder. El hecho de poner el acento en el poder del individuo contribuía en gran medida a confirmar la organización existente: todas las disfunciones, los factores de deterioro de la calidad de vida, las contradicciones inherentes al orden de producción se justifican porque amplían el campo donde se ejerce la soberanía del consumidor. Es evidente, por el contrario, que todo el aparato económico y psicosociológico de estudios de mercado, de motivaciones, etc, mediante los cuales se pretende hacer creer que en el mercado reina  la demanda real, las necesidades profundas de consumo, existe con el único propósito de inducir esa demanda a fin de colocar la mercancía producida, pero ocultando continuamente ese proceso objetivo poniendo en escena el proceso inverso. ‘El hombre sólo llegó a ser objeto de la ciencia para el hombre cuando se hizo más difícil vender los automóviles que fabricarlos’.  (Galbraith) 
        Así es como, en todo momento, Galbraith denuncia la sobrecarga de la demanda inducida por ‘aceleradores artificiales’. Instaurados por la tecnoestructura en su expansión imperialista y que hace imposible estabilizar la demanda. Ingresos, compra de prestigio y trabajo adicional forman un círculo vicioso y enloquecido, la ronda infernal del consumo, basada en la exaltación de las necesidades llamadas ‘psicológicas’ que se diferencian de las necesidades ‘fisiológicas’ en que aparentemente aquellas se fundan en el ‘ingreso discrecional’ y la libertad de elección, con lo que se hacen fácilmente manipulables. Aquí, evidentemente, la publicidad cumple una función esencial (otra idea que ya es convencional). Aunque parece ajustarse a las necesidades del individuo y a los bienes, en realidad, dice Galbraith, se acomoda al sistema industrial : ‘Parece darle gran importancia a los bienes cuando en realidad se la da al sistema, de ese modo sostiene además la importancia y el prestigio de la tecnoestructura desde el punto de vista social’. A través de la publicidad, el sistema captura para sí los objetivos sociales e impone sus propios objetivos como objetivos sociales: “Lo que es bueno para la General Motors (es bueno para los Estados Unidos)…”
        Una vez más, cuesta no coincidir con Galbraith (y otros) cuando afirma que la libertad y la soberanía del consumidor no son más que un engaño. La mística de la satisfacción de las decisiones individuales, cultivada cuidadosamente (en primer lugar, por los economistas),  donde culmina toda una civilización de la ‘libertad’, es la ideología misma del sistema industrial que justifica lo arbitrario y todos los perjuicios que el mismo provoca: desperdicios, contaminación, aculturación. En realidad, el consumidor es soberano en una jungla de fealdad, donde se le ha impuesto la libertad de elección. El canal invertido (es decir, el sistema del consumo) completa así ideológicamente el sistema electoral con el cual se alterna. El centro comercial y la cabina electoral son dos lugares geométricos de la libertad individual y  y también las ubres del sistema. 
        Sobre el ‘principio económico’, Galbraith dice: ‘Lo que llamamos el desarrollo económico consiste, en gran medida, en imaginar una estrategia que permita vencer la tendencia de los seres humanos a imponer límites a sus objetivos de ingresos y, por lo tanto, a sus esfuerzos’. Y cita el ejemplo de los obreros filipinos de California: ‘La presión de las deudas, unida a la emulación de la manera de vestir, transforma rápidamente a esta raza feliz y despreocupada en una fuerza de trabajo moderna’. Y también el caso de los países subdesarrollados donde la aparición de los aparatos occidentales constituye la mejor carta de triunfo de la estimulación económica. Esta teoría, que podríamos llamar del estrés o del adiestramiento económico para el consumo, vinculado a la compulsión del crecimiento, es seductora. Hace que la aculturación forzada de los procesos de consumo parezca la consecuencia lógica, en la evolución del sistema industrial, del adiestramiento al horario y el adiestramiento de los gestos que se le impone al obrero desde el siglo XIX en los procesos de producción industrial. 
        De modo que la verdad es no que las necesidades sean fruto de la producción, sino que EL SISTEMA DE NECESIDADES es PRODUCTO DEL SISTEMA DE PRODUCCIÓN. Lo cual es muy diferente. Por sistema de necesidades, entendemos que las necesidades no se producen una a una en relación los objetos respectivos, sino que se producen como fuerza consumidora, como disponibilidad global en el marco más general de las fuerzas productivas. En ese sentido, decimos que la tecnoestructura extiende su imperio. 
La denegación del goce

        Acaparar objetos no tiene objeto. Las conductas de consumo, aparentemente centradas, orientadas al objeto y al goce, responden en realidad a otras finalidades muy diferentes: a la necesidad de expresión metafórica o desviada del deseo, a la necesidad de producir, mediante los signos diferenciales, un código social de valores. Por consiguiente, lo determinante es, no la función individual de interés a través de un cuerpo de objetos, sino la función, inmediatamente social, de intercambio, de comunicación, de distribución de los valores a través de un cuerpo de signos. 
        La verdad del consumo es que éste es, no una función del goce, sino una función de producción y, por lo tanto, como la producción material, una función, no individual, sino inmediata y totalmente colectiva. 
        El consumo es un sistema que asegura el orden de los signos y la integración del grupo: es pues una moral (un sistema de valores ideológicos) y, a la vez, un sistema de comunicación, una estructura de intercambio. Sólo sobre esta base y partiendo del hecho de que esa función social y esa organización social sobrepasan con mucho a los individuos y se les imponen según una obligación   social inconsciente, puede uno fundar una hipótesis teórica que no sea ni un recitado de cifras ni una metafísica descriptiva. 
        El individuo consume para sí mismo, pero cuando consume, no lo hace solo (ésta es la ilusión del consumidor, cuidadosamente mantenida por todo el discurso ideológico sobre el consumo), sino que entra en sus sistema generalizado de intercambio y de producción de valores codificados, en el cual, a pesar de sí mismos, todos los consumidores están recíprocamente implicados.
        En este sentido, el consumo es un orden de significaciones, como un lenguaje o como el sistema de parentesco de la sociedad primitiva.
        La circulación, la compra, la venta, la apropiación de bienes y de objetos/signos diferenciados constituyen hoy nuestro lenguaje, nuestro código, aquello mediante lo cual la sociedad entera se comunica y se habla. Tal es la estructura del consumo, su lengua en cuya perspectiva las necesidades y los goces individuales son sólo efectos de palabra.
El fun-system o la obligación del goce
        Una de las mejores pruebas de que el principio y la finalidad del consumo no son el goce es que hoy el goce es obligado y está institucionalizado, no como derecho o como placer, sino como deber del ciudadano
        El puritano se consideraba, consideraba a su propia persona como una empresa que debía hacer fructificar para mayor gloria de Dios. Sus cualidades ‘personales’, su ‘carácter’, a cuya producción  dedicada la vida, era para él un capital que debía invertir oportunamente, administrar sin especulación ni despilfarro. A la inversa, pero de la misma manera, el hombre consumidor se considera obligado a gozar, como una empresa de goce y satisfacción. Se considera obligado a ser feliz, a estar enamorado, a ser adulado/adulador, seductor/seducido, participante, eufórico y dinámico. Es el principio de maximización de la existencia mediante la multiplicación de los contactos, de las relaciones, mediante el empleo intensivo de signos, de objetos, mediante la explotación sistemática de todas las posibilidades del goce. 
        El consumidor, el ciudadano moderno, no tiene posibilidad de sustraerse a esta obligación de felicidad y de goce, es el equivalente, en la nueva ética, de la obligación tradicional de trabajar y producir. El hombre moderno pasa cada vez menos parte de su vida en la producción del trabajo y cada vez más en la producción e innovación continua de sus propias necesidades de su bienestar. Debe ocuparse de movilizar constantemente todas sus posibilidades, todas sus capacidades consumidoras. Si lo olvida, se le recordará amable e instantáneamente que no tiene derecho a no ser feliz. Por lo tanto, no es verdad que sea pasivo: por el contrario, despliega y debe desplegar una actividad continua. Si no, correría el riesgo de contentarse con lo que tiene y volverse asocial. 
El consumo como emergencia y control de nuevas fuerzas productivas
        La sociedad de consumo es también la sociedad de aprendizaje del consumo, de adiestramiento social del consumo, es decir, un modo nuevo y específico de socialización relacionado con la aparición de nuevas fuerzas productivas y con la reestructuración monopolista de un sistema económico de alta productividad. 
        El crédito cumple aquí una parte determinante, aun cuando influya sólo parcialmente en los presupuestos de gastos. Su concepción es ejemplar porque, presentado como gratificación, como facilidad de acceso a la abundancia, como mentalidad hedonista y ‘liberado de los viejos tabúes del ahorro’, etc, el crédito es, en realidad, un adiestramiento socioeconómico sistemático para el ahorro forzado y para el cálculo económico de generaciones de consumidores que,  de otro modo, habrían escapado, a lo largo de su subsistencia, a la planificación de la demanda y habrían sido inexplotables como fuerza consumidora. El crédito es un proceso disciplinario de extorsión del ahorro y de regulación de la demanda, de la misma manera que el trabajo asalariado fue un proceso racional de extorsión de la fuerza de trabajo y de multiplicación de la productividad. 
        Creo que no se advierte suficientemente en qué medida el adiestramiento actual para el  consumo sistemático y organizado es el equivalente y la prolongación en el siglo XX del gran adiestramiento a que fueron sometidas las poblaciones rurales a lo largo de todo el siglo XIX para adaptarse al trabajo industrial. El mismo proceso de racionalización de las fuerzas productivas que tuvo lugar en el siglo XIX en el sector de la producción se consuma en el siglo XX en el sector del consumo. El sistema industrial, una vez que hubo socializado a las masas como fuerza de trabajo, debía avanzar aún más para consumarse y socializarlas, (es decir, controlarlas) como fuerzas de consumo. Los pequeños ahorristas o consumidores anárquicos de la preguerra, libres de consumir o no, ya no tenían nada que hacer en este sistema.
        Toda ideología del consumo quiere hacernos creer que hemos entrado en una era nueva, que una Revolución humana decisiva separa la edad dolorosa y heroica de la producción de la edad eufórica del consumo, en la cual finalmente se reconoce el derecho del Hombre y de sus deseos. Pero nada de esto es verdad. La producción y el consumo constituyen un único y gran proceso lógico de reproducción ampliada de las fuerzas productivas y de su control. Este imperativo, que es el del sistema, se presenta en la mentalidad, en la ética y en la ideología cotidianas de manera inversa: con la forma de liberación de las necesidades, de florecimiento del individuo, de goce, de abundancia, etc. Las incitaciones a gastar, a gozar, a no hacer cálculos (‘Llévelo ahora, pague después’) reemplazaron las incitaciones ‘puritanas’ a ahorrar, a trabajar, a crear el propio patrimonio. Pero esta es sólo en apariencia una revolución humana; en realidad no es más que la sustitución para uso interno, de un sistema de valores que se volvió  (relativamente) ineficaz, por otro, en el marco de un proceso general y de un sistema que no se ha modificado. Lo que podía ser una nueva finalidad, vaciado de su contenido real, se convirtió en una mediación forzada de la reproducción del sistema. 
        El consumo es pues un poderoso elemento de control social (porque logra atomizar a los individuos consumidores), pero, por eso mismo, implica la necesidad de una coacción burocrática cada vez más intensa sobre los procesos de consumo, que consecuentemente será exaltado con energía creciente como el reinado de la libertad. Del que nadie podrá salir."
Biografía de Jean Baudrillard
Jean Baudrillard (Reims, 27 de julio de 1929 – París, 6 de marzo de 2007) fue un filósofo y sociólogo, crítico de la cultura francesa. Su trabajo se relaciona con el análisis de la posmodernidad y la filosofía del postestructuralismo.
Nacido en la campiña francesa, sus abuelos fueron campesinos y sus padres empleados públicos. Se casó y tuvo dos hijos. De joven dio clases de alemán y estudió filología germánica en La Sorbona, donde se desempeñó como traductor de Karl Marx, Bertolt Brecht y Peter Weiss. También fue ayudante de cátedra de la Universidad de Nanterre, en París.
Jean Baudrillard fue ampliamente reconocido por sus investigaciones en torno al tema de la hiperrealidad, particularmente en una sociedad como la estadounidense. De acuerdo con sus tesis, Estados Unidos ha construido para sí un mundo que es más «real» que Real, así nos enfocamos en Disneylandia , cuyos habitantes viven obsesionados con la perfección, evitar el paso del tiempo y la objetivización del ser, aún más, la autenticidad ha sido reemplazada por la copia (dejando así un sustituto para la realidad), nada es Real, y los involucrados en esta ilusión son incapaces de notarlo.

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