Un mago de Terramar

        "Durante un largo rato ninguna criatura de movió en la isla ni se oyó voz alguna, sólo el estruendo de las olas contra la orilla. De pronto advirtió Ged que la torre más alta cambiaba lentamente de forma, que en un costado aparecía una protuberancia, como si le estuviese creciendo un brazo. Ged temía la magia dragontina, porque los dragones viejos son muy ladinos y poderosos, y poseen artes semejantes y a la vez muy distintas de las artes de los hombres: un momento más y se dio cuenta de que no se trataba de un ardid del dragón. Lo que había tomado por una parte de la torre era el hombro del dragón de Pendor, que se desenroscaba y se erguía lentamente.
        Cuando estuvo de pie, la cabeza cubierta de escamas, coronada de púas y provista de una triple lengua, se levantó por encima de la torre en ruinas; las patas delanteras erizadas de garras y zarpas se apoyaban abajo, en los escombros al pie de la ciudad. Las escamas de un negro grisáceo reflejaban la luz del día como piedras talladas. Ged contemplaba sobrecogido de horror a aquella bestia enjuta como un lebrel y enorme como una montaña. Ningún cantar, ninguna leyenda hubiese podido prepararlo para una visión semejante. A punto estuvo de mirarlo de frente y quedar atrapado, pues no hay quien pueda mirar a un dragón a los ojos.
        Esquivó la mirada verde y viscosa clavada en él, y alzó la vara, que ahora parecía una astilla, una ramita frágil.
-Ocho hijos tenía, pequeño hechicero –tronó la voz seca del dragón-. Cinco han muerto, uno agoniza. ¡Basta! Matándolos uno a uno no te adueñarás del tesoro.
-No quiero tu tesoro.
        Un humo amarillo brotó, sibilante, de las fosas del dragón: era risa.
-¿No te gustaría bajar a tierra y echarle una mirada, pequeño hechicero? Vale la pena.
-No, dragón.
        Y era difícil desviar la mirada de aquellos ojos verdes, vigilantes.
-Eres un hechicero muy joven- dijo el dragón. Yo no sabía que los hombres adquirieran los poderes a una edad tan temprana-. Hablaba, lo mismo que Ged, en el Habla Antigua, pues ésa es la lengua que aún hablan los dragones. Y aunque el Habla Antigua obliga al hombre a la verdad, no ocurre lo mismo con los dragones. Es la lengua que hablan desde pequeños, y pueden mentir en ella, tergiversando las palabras, para fines tortuosos, atrapando al oyente incauto en un laberinto de espejos-palabras, cada uno de los cuales refleja la verdad y no conduce a ninguna parte. De ese peligro le habían advertido a Ged más de una vez, y ahora, cuando el dragón hablaba, él escuchaba atentamente, desconfiado y escéptico. Más las palabras parecían claras y llanas:
-¿Es a pedir mi ayuda a lo que has venido, pequeño hechicero?
-No, dragón.
-Sin embargo, yo podría ayudarte. Pronto necesitarás ayuda, contra eso que te acecha en la oscuridad.
        Ged quedó mudo de asombro.
-¿Qué es esa cosa que te acecha? Dime qué nombre tiene.
-Si yo lo supiera…- Ged calló de golpe.
        Y luego dijo:
- No suele suceder –dijo Ged- que los dragones pidan favores a los hombres.
-Pero es muy común –respondió el dragón- que los gatos jueguen con los ratones antes de darles muerte.
-Pero yo no he venido aquí a jugar, ni a que jueguen conmigo. He venido a cerrar un trato.
        El dragón habló con sequedad:
-Yo no cierro tratos. Yo tomo. ¿Qué tienes para ofrecer que yo no pueda tomar cuando se me antoje?
-Seguridad. Tu seguridad. Jura que nunca volarás al oeste de Pendor, y yo juraré irme sin hacerte daño.
        Un ruido fragoroso brotó de las fauces del dragón, como un desprendimiento de piedras en montañas lejanas. Las llamas danzaron a lo largo de la lengua trífida. Se irguió todavía más, alzándose sobre las ruinas.
-¡Tú me ofreces seguridad! ¡Tú me amenazas! ¿Con qué?
-Con tu nombre, Yevaud.
        La voz de Ged tembló al pronunciar el nombre, pero sonó alta y clara. Al oírlo, el viejo dragón quedó inmóvil, como petrificado. Pasó un minuto, otro: y al fin Ged sonrió en el frágil barquichuelo.
-Estamos en pie de igualdad, Yevaud. Tú tienes tu fuerza, yo tengo tu nombre. ¿Aceptas el trato?
        El dragón seguía sin responder.
-Puedes elegir nueve piedras de mi tesoro –dijo al fin, y la voz le silbó y rechinó en las largas mandíbulas-. Las mejores; escoge las que quieras. ¡Y luego vete!
-No quiero tus piedras, Yevaud.
-¿Qué se ha hecho de la codicia de los hombres? En los días de antaño, los hombres del Norte adoraban las piedras brillantes…Sé lo que buscas, hechicero. También yo puedo ofrecerte seguridad, porque sé cómo salvarte. Hay un horror que te persigue. Te diré su nombre.
-No es eso lo que pido, Yevaud.
        Habló otra vez:
-¡Yevaud! Jura por tu nombre que ni tú ni tus hijos iréis jamás al Archipiélago.
        Las llamas saltaron de pronto, brillantes y crepitantes, de las mandíbulas del dragón. Al fin dijo:
-¡Lo juro por mi nombre!
        Un silencio se extendió sobre la isla, y Yevaud agachó la enorme cabeza.
        Cuando la volvió a levantar, el hechicero había desaparecido, y el velamen de la barca era un punto blanco que se alejaba sobre las olas del este hacia las islas enjoyadas y prósperas de los mares interiores. Enfurecido, el viejo dragón de Pendor se elevó en contorsiones destrozando la torre, y batió las alas que cubrían todo el ancho de la ruinosa ciudad. Pero estaba atado a su juramento y ni entonces ni nunca voló al Archipiélago".
Úrsula K. Le Guin
“Un mago de Terramar”
Historias de Terramar I
Editorial Minotauro 
Primera edición junio 2003

Entrevista imperdible a la gran Úrsula K. Le Guin del Diario El País:

Video de Youtube con la obra de Ciruelo Cabral 

Conozcan este trailer excelente sobre "Un Mago de Terramar" 
Imagen de portada e ilustración de tapa del sitio "Un Mago de Terramar" de facebook
https://www.facebook.com/Un-mago-de-Terramar-117239328336517/
Dragón Dark Dsurion, del artista plástico argentino Ciruelo Cabral - Del sitio oficial de Ciruelo
http://www.dac-editions.com/gallery37.htm

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