Meditación devota en memoria de Adolf Eichmann

Por Thomas Merton

Uno de los hechos más inquietantes que se manifestaron en el proceso de Eichmann fue que un psiquiatra le examinó y le declaró perfectamente cuerdo. No lo dudo en absoluto, y eso precisamente es lo que encuentro inquietante.

Si todos los nazis hubieran sido psicópatas, como probablemente eran algunos de sus jefes, su horrenda crueldad hubiera sido más fácil de comprender en algún sentido. Mucho peor es considerar a ese tranquilo funcionario, “equilibrado”, impertérrito, despachando su trabajo burocrático, su empleo administrativo que daba la casualidad de que era la supervisión del crimen en masa. Era meditativo, ordenado, sin imaginación. Sentía un profundo respeto hacia el sistema, la ley y el orden. Era obediente, leal: un fiel funcionario de un gran estado. Un funcionario que servía muy bien al gobierno.

No le inquietaba mucho la culpabilidad. No sé que llegara a tener ninguna enfermedad psicosomática. Al parecer, dormía bien. Tenía buen apetito, por lo visto. Cierto que cuando visitó Auschwitz, el jefe del campo, Hoess, con ánimo de diabólica malignidad, trató de fastidiar al gran jefe y asustarle con alguno de los espectáculos. Eichmann se inquietó, sí, se inquietó. Hasta Himmler se había inquietado, y le habían temblado las piernas. Quizá, del mismo modo, el director de una planta siderúrgica podría sentirse inquieto si tuviera lugar un accidente mientras por casualidad estaba él allí. Pero, claro, lo que ocurrió en Auschwitz no era ningún accidente: sólo el desagrado rutinario de la tarea diaria. Había que arrimar el hombro a la carga del monótono trabajo diario por la Patria. Sí, hay que sufrir incomodidad y hasta náusea con espectáculos y ruidos desagradables. Todo eso forma parte del concepto del deber, abnegación y obediencia. Eichmann estaba consagrado al deber, y orgulloso de su trabajo.

La cordura de Eichmann es inquietante. Consideramos la cordura equivalente de un sentido de justicia, de humanidad, de prudencia, de capacidad de amar y comprender a los demás. Nos fiamos de la gente cuerda del mundo, confiando en que lo preservarán de la barbarie, de la locura, de la destrucción. Y ahora empezamos a caer en la cuenta de que precisamente los cuerdos son los más peligrosos.

Los cuerdos, los bien adaptados, son los que pueden, sin espasmos ni náusea, apuntar los proyectiles y apretar el botón que inicie el gran festival de destrucción que han preparado ellos, los cuerdos. ¿Qué nos da la seguridad, después de todo, de que el peligro consista en que un psicópata llegue a tener ocasión de disparar el primer disparo en una guerra nuclear? Los psicópatas son sospechosos. Los cuerdos les mantendrán lejos del botón. Nadie sospecha de los cuerdos, y los cuerdos tendrán razones perfectamente buenas, lógicas; adecuadas, para disparar. Obedecerán cuerdas órdenes que han llegado cuerdamente por el conducto jerárquico. Y, por su cordura, no sentirán remordimientos. Cuando salgan los proyectiles, pues, no será ningún error.

No podemos seguir suponiendo que porque un hombre sea cuerdo esté “en su juicio”. El concepto entero de cordura en una sociedad donde los valores han perdido su significación, también carece de significación. Un hombre puede estar “cuerdo” en el limitado sentido de que no esté incapacitado por sus emociones desordenadas para actuar de un modo frío y ordenado, conforme a las necesidades y dictados de la situación social en que se encuentre. Puede estar perfectamente “adaptado”. Bien sabe Dios que quizá semejante gente puede estar adaptada aun en el mismo infierno.

Y así me pregunto yo: ¿Cuál es el significado de un concepto de cordura que excluye el amor, lo considera sin valor, y destruye nuestra capacidad de amar a otros seres humanos, de responder a sus necesidades y sufrimientos, de reconocerles, pues, como personas, de percibir su dolor como nuestro? Evidentemente, eso no es necesario para la “cordura” en absoluto. ¿Qué interés tenemos en equiparar la “cordura” al Cristianismo? Ninguno, en absoluto, evidentemente. El peor error es imaginar que un cristiano debe intentar ser “cuerdo”, como todos los demás; de que somos parte integrante en nuestro tipo de sociedad; que debemos ser “realistas” respecto a ella; que debemos hacer surgir un cristianismo cuerdo, y que en el pasado ha habido muchos cristianos cuerdos. La tortura no es nada nuevo ¿verdad? Debemos ser capaces de racionalizar un poco el lavado de cerebro, el genocidio, y hallar un lugar para la guerra nuclear, o al menos para las bombas de napalm, en nuestra teología moral. Cierto que algunos de nosotros ya hacen todo lo que pueden por ese camino ¡Hay esperanzas! Aún los cristianos pueden sacudirse sus prejuicios sentimentales sobre la caridad y hacerse cuerdos, como Eichmann. Pueden incluso aferrarse a cierto sistema de fórmulas cristinas y ajustarlas a una Ideología Totalitaria. Que hablan de justicia, caridad, amor y lo demás. Esas palabras no han impedido a muchos cuerdos actuar en el pasado de un modo muy cuerdo y listo...

No, Eichmann no estaba loco. Los generales y combatientes de ambos bandos, en la Segunda Guerra Mundial, los que realizaron la destrucción total de ciudades enteras, ésos eran los cuerdos. Los que han inventado y perfeccionado las bombas atómicas y los proyectiles intercontinentales, los que han planificado la estrategia de la próxima guerra, los que han valorado las diversas posibilidades de usar agentes bacterianos y químicos, no son los locos, sino los cuerdos. Los que calculan fríamente cuántos millones de víctimas puede considerarse que vale la pena sacrificar en una guerra nuclear, supongo que también salen muy bien parados en los tests de Rohrschach. Por otro lado, probablemente encontraréis que los pacifistas y los del movimiento contra la Bomba, están un poco locos, en serio, como leemos en Time.

Empiezo a darme cuenta de que la “cordura” ya no es un valor ni un fin en sí mismo. La “cordura” del hombre moderno le es tan útil como el gran tamaño y los músculos al dinosaurio. Si estuviera un poco menos cuerdo, si dudara un poco más, si se diera cuenta de sus absurdos y contradicciones, quizá habría una posibilidad de supervivencia. Pero si está cuerdo, demasiado cuerdo... quizá hemos de decir que en una sociedad como la nuestra la peor locura es no tener en absoluto angustia, estar totalmente “cuerdo”.

Publicado en la “Revista Mutantia (Internacional) – Ecohumanidad en Acción” – Número 19 – Director: Miguel Grimberg. Revista bimestral, mayo de 1984.

Thomas Merton

Nacimiento: 31 de enero de 1915, Prades, Francia

Fallecimiento: 10 de diciembre de 1968, Bangkok, Tailandia

Ocupación: Monje trapense, escritor y poeta

Thomas Merton (Prades, Francia, 1915 - Bangkok, 1968), monje trapense, poeta y pensador estadounidense. Está considerado como uno de los escritores sobre espiritualidad más influyentes del siglo XX.

Nació en Prada, Francia. Su padre era originario de Nueva Zelanda y su madre originaria de Estados Unidos. Su madre falleció cuando él era niño. La infancia de Merton fue inestable en cuanto a su residencia, pues vivió en Francia, en Bermuda, en Estados Unidos y en Inglaterra. En Inglaterra, estudió en la Universidad de Cambridge. Terminó sus estudios en la Universidad de Columbia, Estados Unidos. Por último, realizó su tesis de doctorado con el título de "La naturaleza y el arte en William Blake". Influido por los autores de sus libros e impulsado por una llamada interior a unirse con Dios, se convirtió al catolicismo en 1938.

Ejerció docencia en Inglés en la Universidad de San Buenaventura y trabajó en un centro católico del barrio de Harlem en Nueva York. En 1941, ingresó en el monasterio trapense de Nuestra Señora de Getsemaní en Kentucky. Se ordenó sacerdote en 1949 y adoptó el nombre de padre Luis.

La montaña de los siete círculos (1948), su autobiografía, es su obra más famosa, traducida a veintiocho lenguas. También escribió Las aguas de Siloé (1949) y El signo de Jonás (1953), dos volúmenes sobre la vida de los trapenses; Semillas de contemplación (1949) y La vida silenciosa (1957), libros de meditación, así como varios libros de poesía Figuras para un Apocalipsis (1947), Las lágrimas de los leones ciegos (1949) y Las islas extranjeras (1957).

Durante sus 27 años en Getsemaní, Merton se convirtió en un escritor contemplativo y poeta, y se abrió al diálogo con otras religiones, apoyando causas como el pacifismo y los movimientos anti-racistas. En 1959 conoció al sacerdote y poeta nicaragüense Ernesto Cardenal al arribar éste al monasterio. Después del regreso de Cardenal a Nicaragua, Merton sostuvo con él una activa correspondencia epistolar hasta su muerte, la relación que se dio entre ellos, fue de padre espiritual y devoto. Entre los años de 1963 y 1967 sostuvo una fluida correspondencia con el escritor rumano Ştefan Baciu. En 1964 escribió el manifiesto "Mensaje a los Poetas" como adhesión al Movimiento Nueva Solidaridad creado por el poeta argentino Miguel Grinberg, quien posteriormente tradujo al castellano sus libros El hombre nuevo, Pan en el desierto, Místicos y maestros Zen, Diario de un ermitaño, Ascenso a la verdad y Cartas a los escritores. Merton murió en un accidente en 1968 mientras asistía a una conferencia entre cristianos y budistas en Bangkok. Se encuentra sepultado en el monasterio de Getsemaní.

Tumba de Merton en la Abadía de Getsemaní.
Merton y Robert Lowell, otro converso al catolicismo, han sido considerados en su tiempo como los dos poetas jóvenes más importantes de los Estados Unidos. Por otra parte, sus diarios y sus cartas, que por expreso deseo de Merton no se publicaron hasta 25 años después de su muerte, revelan la intensidad de su compromiso con el movimiento por los derechos civiles, la justicia social y el diálogo interreligioso. Desde 1972, el Thomas Merton Center de Pittsburgh concede el Thomas Merton Award, un premio a las iniciativas por la paz.

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