La olla y el palo (cuento de los indígenas del África Occidental)

        Hubo un largo y riguroso período de carestía en la comarca donde vivía Anansi. Desde hacía muchos días no conseguía alimentos para su familia. En cierta ocasión se sentó desesperado en la playa y al cabo de un rato divisó, allá a lo lejos, en el mar, un islote del que surgía una gran palmera. Resolvió trasladarse a la isla y trepar al árbol, con la esperanza de hallar en él algunos cocos. La dificultad estaba en llegar allí.
        En eso pensaba cuando descubrió, en un recodo de la playa, una canoa vieja. Poco segura parecía, pero Anansi no contaba con otros medios y se decidió a emplearla.
        Las primeras seis tentativas fueron infortunadas. Cada vez que Anansi comenzaba a alejarse de la costa, se levantaba una ola formidable que empujaba la frágil embarcación y la echaba a tierra. Pero Anansi persistió y en la séptima tentativa consiguió salir aguas afuera. Dirigió como pudo la canoa vieja y al fin llegó a la isla de la palmera. Ató la canoa al tronco del árbol, cuyas raíces bañaba el agua, y, sin perder tiempo, trepó hasta lo alto. Una vez arriba arrancó los cocos y los arrojó, uno tras otro, para que cayeran en la canoa. Y he aquí que, uno tras otro, caían fuera de la canoa y desaparecían en el agua. Sólo uno le quedaba en las manos. Anansi tomó puntería con mucho cuidado y lo arrojó. Ese último coco cayó también al agua. Perdió todos los cocos sin siquiera haber probado uno sólo.
 Obra pictórica del pintor Dang Can 
        No pudo soportar la idea de regresar con las manos vacías a su choza donde lo esperaba la familia hambrienta, y, desesperado, se arrojó al agua. Dióse cuenta, con gran sorpresa, de que no se ahogaba. Descendía plácidamente y al cabo de un momento se halló delante de una linda casa que se levantaba en el fondo del mar. En eso se asomó a la puerta un anciano, el cual preguntó a Anansi qué necesitaba con tanto apremio que se había atrevido a ir a buscarlo a la casa del trueno. Anansi le habló de su afligente situación. El anciano lo escuchó con visible simpatía. Luego entró en la casa y, a poco, volvió a salir de ella llevando una olla. Al dársela a Anansi le dijo que en adelante no sufriría hambre, pues en aquella olla habría comida suficiente para él y para su familia. Anansi le dio las gracias, se despidió y, rápidamente, volvió a la canoa.
        Corto trecho había recorrido cuando quiso poner a prueba la maravillosa propiedad de la olla que llevaba en la canoa. Dijo, pues:
- Olla, olla: haz para mí lo que solías hacer para tu amo- Al instante, desbordaron de la olla toda clase de apetitosos alimentos. 
        Anansi comió a su antojo, cosa que, por cierto, mucho necesitaba.
        Al llegar a tierra, su primer pensamiento fue el de correr hasta su choza y llamar a su mujer y a sus hijos para que participaran del contenido dela olla maravillosa. Pero lo contuvo un sentimiento de increíble egoísmo.
- Puede ser que mi familia acabe con todo lo que hay en la olla y luego no me quede nada para mí. Lo mejor será esconder la olla para que a mí no me falte nunca de comer.
        Y, en efecto, escondió la olla.
        Llegó a su choza y simuló hallarse agotado por la fatiga y el hambre. No había en la choza ni una pulgarada de harina. La mujer y los hijos se caían de debilidad, pero el egoísta de Anansi no se conmovió. Al contrario, se congratuló de la idea de haber escondido la olla en un compartimiento de la choza en el que se encerraba de ver en cuando para comer hasta hartarse. La mujer y los hijos se ponían cada vez más delgados y Anansi cada vez más grueso. Los otros sospecharon que había un secreto y resolvieron averiguarlo. Su hijo mayor, Kueku Tsin, poseía la facultad de convertirse en cualquier animal o cosa. Se convirtió, pues, en una mosca pequeñita y siguió al padre adondequiera que iba.
 Escultura de Nigeria, África 
        Un día Anansi se encerró en el compartimiento de la choza, comió a su sabor y luego salió, simulando que buscaba ansiosamente algo que comer. Pero Kueku Tsin lo había seguido y cuando el padre se alojó, recobró la forma humana, sacó la olla del escondrijo y llamó a la madre y a los hermanos. Todos comieron abundantemente, como nunca lo habían hecho en su vida.
        Ya satisfecho el apetito, la mujer dijo que, para castigar a su marido, llevaría la olla a la aldea e invitaría a todos a comer. Fue lo que hizo. Pero, desgraciadamente, al preparar alimento para tanta gente, la olla se calentó demasiado y se derritió. La mujer ordenó a los hijos que no dijeran nada.
        Lo primero que hizo Anansi cuando regresó, fue encerrarse en su cuartujo para entregarse a la comilona de costumbre. ¡La olla había desaparecido! Miró consternado a su alrededor. No se veía ni vestigio de la maravillosa olla. Sin duda, alguien había descubierto el secreto. Alguien de su familia. Pero él lo castigaría.
Escultura de dioses africanos 
        No dijo nada, pero a la mañana siguiente, muy temprano, se fue a la playa, donde había dejado la canoa vieja. Se embarcó en ella y, sin que Anansi hiciera movimiento alguno, la canoa se dirigió por sí sola hacia el islote. Llegado allí, Anansi ató la canoa al  tronco y trepó como la vez anterior. Apenas tocaba un coco, se desprendía y se le quedaba en la mano. Los arrojó uno tras otro y todos cayeron dentro de la canoa. Una vez abajo, Anansi tomó los cocos y los arrojó intencionalmente al del agua. Luego, saltó de la canoa y se sumergió. Y volvió a verse delante de la casa de trueno. Y el trueno volvió a escucharlo con afectuosa atención.
        Esta vez el anciano le regalo un palo derecho y pulido, verdaderamente un lindo palo, y lo despidió. Apenas la canoa se puso en movimiento, Anansi no pudo resistir al deseo de probar las propiedades del palo y exclamó:
- Palo, palo: haz para mí lo que solías hacer para su amo.
Escultura de Nigeria, África 
        Y al instante el palo saltó y comenzó a descargar recios golpes en todo el cuerpo de Anansi, que se vio obligado a saltar al agua para librarse de una paliza mayor. Ganó a nado la orilla, y dejó que la canoa y el palo fueran arrastrados por las aguas. Regresó a su choza todo dolorido y, sobre todo, arrepentido por no haberse comportado más sensatamente desde el principio.
Este cuento africano fue publicado en el Diario La Prensa de la República Argentina, del día 27 de abril de 1932, y su foto pertenece a Adriana Sylvia Narvaja, conductora de "Algo Especial Protagonista del Presente", periodista y docente de Quilmes, Provincia de Buenos Aires, República Argentina. 

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