La plaga escarlata


por Jack London
        Cuando ya no pudo comer más, el viejo suspiró, se secó las manos sobre las piernas desnudas y extendió su mirada sobre el mar. Con la satisfacción de tener el estómago lleno le vinieron los recuerdos.
        “¡Pensar que he visto bullir esta playa con hombres, mujeres y niños en un domingo de Sol! Y no había osos que los comieran, por cierto. Y allá, en la punta misma del acantilado, había un restaurante muy grande donde uno podía comer lo que quisiera. Cuatro millones de personas vivían en San Francisco en esa época. Y ahora en toda la ciudad y en el país entero no llegan a cuarenta. Y allá en el mar siempre se veían barcos y más barcos, entrando y saliendo del Golden Gate. Y aeronaves en el cielo: dirigibles y máquinas que volaban. Podían viajar a doscientas millas por hora. Los contratos postales con la Nueva York y la San Francisco Limitada exigían esa velocidad como mínimo. Había un tipo, un francés, no recuerdo su nombre, que logró hacer trescientas; pero era arriesgado, demasiado arriesgado para personas conservadoras. A pesar de todo, estaba en buen camino, y lo hubiera logrado si no hubiera sido por la Gran Plaga. Cuando yo era pequeño había hombres que recordaban la aparición de los primeros aeroplanos, y ahora yo he vivido para ver el último de ellos, y eso sucedió hace sesenta años”.
        “Los sistemas efímeros pasan como espuma”, masculló Granser algo que sin duda era una cita. "Eso es: espuma y efímeros. Todo el esfuerzo del hombre sobre el planeta no fue más que espuma. Domesticó los animales serviciales, destruyó a los hostiles, y limpió la tierra de su vegetación salvaje. Y después pasó, y volvió la marea de la vida primordial, que barrió con el trabajo de sus campos, las bestias de rapiña se llevaron sus rebaños y ahora hay lobos en la playa de Cliff House”. Se sintió apabullado por la idea. “Donde se divertían cuatro millones de personas hoy asuelan los lobos, y la progenie salvaje de nuestras costillas se defiende contra los saqueadores con colmillos usando armas prehistóricas. ¡Imaginaos! Y todo por la Muerte Escarlata…”.
        Hoo-Hoo, que estaba acostado sobre el estómago y escarbaba perezosamente en la arena con los pies, dio un grito y se examinó la uña primero, y después el pozo que había hecho. Los otros dos muchachos se reunieron y en seguida se pusieron a excavar con las manos hasta que aparecieron tres esqueletos. Dos eran de adultos, el tercero pertenecía a un niño no muy crecido. El viejo se arrastró por el suelo y echó una mirada al hallazgo.
         "Víctimas de la plaga", anunció Granser. “Así era como morían por todas partes al final. Esta debe haber sido una familia que escapaba del contagio y la podredumbre en la playa de Cliff House. Ellos… ¿qué haces, Edwin?”.
        Hizo esta pregunta con una aprensión repentina mientras Edwin, haciendo uso del mango de su cuchillo de caza, empezó a arrancar los dientes de las mandíbulas de una de las calaveras.
        “Los voy a enhebrar”, fue la respuesta.
        Ahora los tres muchachos trabajaban con ahínco, y se produjo un golpeteo y  martilleo en medio del cual pasaba inadvertido el balbucir de Granser.
        “Son verdaderos salvajes. Ya ha empezado la costumbre de lucir dientes humanos. Dentro de una generación se perforarán la nariz y las orejas y llevarán adornos de huesos y conchillas. Lo sé. La raza humana está condenada a hundirse cada vez más en la noche primigenia antes de comenzar de nuevo su ascenso sangriento hacia la civilización. Cuando aumentemos y sintamos la falta de espacio, empezaremos a matarnos entre nosotros. Y entonces supongo que también llevaréis cueros cabelludos humanos en la cintura; tal como tú, Edwin, el más delicado de mis nietos, has comenzado a llevar esa horrible cola de chancho. Tírala, Edwin, hijo mío; tírala”.
        “Qué cotorreo que mete el vejestorio”, comentó Hare-Lip cuando, una vez extraídos todos los dientes, se dedicaron a hacer una división equitativa.
        “Cuéntanos sobre la Muerte Roja, Granser solicitó Hare-Lip cuando quedó resuelto el asunto de los dientes.
        “La Muerte Escarlata”, corrigió Edwin.
        “Y no nos uses tod’esa jerga rara”, continuó Hare-Lip. “Habla con sentido, Granser, como corresponde a un santarrosano. Los otros santarrosanos no hablan como tú”.
        “La Muerte Escarlata –continuó Granser- irrumpió en San Francisco. La primera muerte ocurrió un lunes por la mañana. Para el jueves, morían como moscas en Oakland y San Francisco. Morían en todos lados: en sus camas, en el trabajo, mientras paseaban por la calle. El martes vi mi primera muerte: la señorita Collbran, una de mis discípulas, sentada bajo mis narices, en mi sala de clase. Noté su cara mientras hablaba. De repente se había vuelto escarlata. Dejé de hablar y sólo pude mirarla, porque el primer temor de la plaga estaba en todos nosotros y sabíamos que había llegado. La joven gritó y salió corriendo del salón. Los muchachos hicieron lo mismo, excepto dos de ellos. Las convulsiones de la señorita Collbran fueron muy débiles y duraron menos de un minuto. Uno de los jóvenes le acercó un vaso de agua. Sólo tomó unos tragos y exclamó:
        “ ‘¡Mis pies! No siento nada’.
        "Después de un minuto dio: ‘No tengo pies. No soy consciente de tener pies. Y  mis rodillas están frías. Apenas puedo sentir que tengo rodillas’.
        “Yacía sobre el piso, con un montón de cuadernos bajo la cabeza. Y nosotros no podíamos hacer nada. El frío y el adormecimiento treparon por sus caderas hasta el corazón, y cuando llegaron al corazón se murió. En quince minutos por reloj, le tomé el tiempo, había muerto, ahí, en mi propia clase, muerta. Y era una joven muy hermosa, fuerte y sana. Y desde el primer síntoma de la plaga hasta su muerte sólo transcurrieron quince minutos. Eso os mostrará la celeridad de la Muerte Escarlata.
        “Con la llegada de la Muerte Escarlata el mundo se desmoronó, en forma absoluta, irrevocable. Diez mil años de cultura y civilización pasaron en un abrir y cerrar de ojos, pasaron como espuma”.
        “Había cantidad de automóviles detenidos, lo cual demostraba que la gasolina y los repuestos de las estaciones de servicio se habían terminado. Recuerdo uno de esos autos. Había un hombre y una mujer muertos sobre los asientos, y en la calle, cerca del automóvil, había dos mujeres más y un niño. Por todos lados se veían espectáculos insólitos y horribles. La gente se escabullía en silencio, misteriosa, como fantasmas: mujeres pálidas con niños en los brazos, padres que llevaban a sus criaturas de la mano; solos, en parejas, en familias; todos escapaban de la ciudad de la muerte. Algunos llevaban provisiones de comida, otros frazadas y otros, objetos de valor y había muchos que no llevaban nada".
        “Había un almacén; un lugar donde se vendía comida. El dueño, yo lo conocía bien, un tipo callado, sobrio, pero tonto y empecinado, lo defendía. Le habían destrozado las vidrieras y las puertas, pero él, desde adentro y escondido atrás del mostrador, descargaba su pistola contra una cantidad de hombres que estaban en la vereda y trataban de entrar. En el umbral había varios cadáveres; decidí que serían los hombres a quienes había matado más temprano. Cuando lo miré desde lejos, vi que uno de los ladrones rompía las vidrieras de un negocio vecino, donde vendían zapatos, y le prendía fuego al negocio con toda alevosía. No fui a ayudar al almacenero. Ya había pasado la época de esas acciones. La civilización se desmoronaba y la ley era cada cual para sí mismo”.
Jack London
“La plaga escarlata”
Rodolfo Alonso Editor
Año 1973
Imágenes de Luis Scafati, dibujante argentino, que ilustró el texto de Jack London para la edición de “Libros del Zorro Rojo”, editorial de Barcelona.
Imágenes del sitio "El Mar de Tinta"
http://www.mardetinta.com/el-argentino-luis-scafati-ilustra-la-peste-escarlata-de-jack-london/

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