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Violencia vs. agresión, dos caras del mal

 por Enrique Echeburúa,
Catedrático de Psicología Clínica en la 
Universidad del País Vasco
   
«Cuando hacéis con la violencia derramar las primeras lágrimas a un niño, 
ya habéis puesto en su espíritu la ira, la tristeza, la envidia, la venganza, la hipocresía»
José Martínez Ruiz, Azorín, 
Las confesiones de un pequeño filósofo, VI
        "No es fácil determinar si la maldad es un rasgo natural de las personas o una consecuencia de las fricciones de la vida en común. Una sociedad bien organizada otorga a los individuos fuerza psicológica y lazos afectivos que protegen de las relaciones destructivas. La violencia desafía nuestro entendimiento de nosotros mismos como sujetos morales. Detrás de la maldad como factor explicativo de las conductas abyectas hay muchas veces seres humanos normales y corrientes. De hecho, como ha señalado Hannah Arendt (1999) en relación con la banalidad del mal, los perpetradores de las más crueles atrocidades son al mismo tiempo capaces de albergar sentimientos parecidos a los que conmueven a las víctimas.
        La conducta violenta es el resultado de la interacción concreta de variables individuales y de factores situacionales. Los autores de comportamientos destructivos son habitualmente personalidades antisociales que han sufrido la humillación del castigo físico y han estado expuestas a la glorificación de la violencia. En concreto, la ausencia de una figura paterna o de unas relaciones de apego seguras propicia la adquisición de una baja autoestima y dificulta la capacidad para aprender a modular la intensidad de los impulsos agresivos. Las personas que han tenido estos problemas en la infancia no desarrollan una empatía hacia el sufrimiento humano, pueden mostrarse emocionalmente insensibles con los demás y tienden a cometer actos violentos, especialmente si recurren al alcohol y a las drogas (Baron-Cohen, 2012; Echeburúa y Guerricaechevarría, 2000).
        Si bien no hay unas raíces comunes en todas las personas violentas, los daños cerebrales, los trastornos mentales y las alteraciones del aprendizaje, junto con la desorganización familiar y el tipo de amigos antisociales, pueden interferir negativamente en la capacidad de autocontrol y favorecer las conductas violentas. Así, la influencia de los compañeros violentos es importante, sobre todo cuando el nivel intelectual es bajo, los sujetos tienen una personalidad dependiente y han
interiorizado deficientemente los valores normativos en la familia y en la escuela (Berkowitz, 1996; Renfrew, 2001).
        La aplicación sistemática del castigo, sobre todo del castigo físico, del acoso escolar o del abuso sexual genera en el niño la aparición de conductas violentas y la utilización por él mismo de la violencia como forma de control de la conducta de los demás. En suma, los jóvenes violentos han desarrollado a partir de su entorno familiar o próximo una estrategia de solución de problemas basada en el recurso a la violencia y han aprendido asimismo a volverse emocionalmente insensibles a sus efectos.
        Lo que suele llevar a una persona a comportarse de forma violenta es una aparente exhibición de superioridad y de control. Sin embargo, los violentos son habitualmente personas con un complejo de inferioridad y frustradas consigo mismas, que buscan compensar su autodesprecio con el recurso a la violencia contra personas vulnerables. Pero, otras veces, la violencia puede ser también una característica común de personas narcisistas con un desarrollo exagerado del impulso de autoafirmación. Se trata de personas enamoradas de la imagen que les devuelve el espejo. El contagio emocional del grupo puede desempeñar en estos casos una motivación adicional (Echeburúa, Amor y Fernández-Montalvo, 2002).
        Hay una gran inquietud social en torno a la violencia. Sin embargo, la violencia grave, como los terremotos, es un fenómeno poco frecuente, pero con una gran visibilidad social. La violencia, a partir de un origen complejo y frecuentemente multicausal, se exterioriza de una forma heterogénea respecto a las distintas manifestaciones (física, sexual, psicológica), los diversos perfiles de los agresores (jóvenes, adultos), los diferentes tipos de víctimas (niños, mujeres, ancianos) y la variada clase de relación existente entre la víctima y el agresor (inexistente, cercana —como en el caso del acoso escolar o laboral— o íntima —como en el caso de la violencia contra la pareja—).
        Las conductas violentas pueden estar al servicio de la consecución de unos objetivos inmediatos. Sin embargo, con la violencia no se consiguen habitualmente beneficios tangibles y perdurables: las guerras son devastadoras para la población; el terrorismo casi nunca logra los objetivos buscados; las violaciones no suelen generar placer sexual; las torturas de prisioneros no suelen conseguir sonsacar información relevante, y la violencia contra la mujer en el hogar genera frecuentemente en el agresor un sentimiento de autodesprecio.
        El ser humano es el único animal que hace daño sin necesidad y que además puede disfrutar con ello. La crueldad de los animales es un mito, mientras que la crueldad del ser humano es una triste realidad. Ya en los albores de la humanidad Caín mata a Abel por envidia, no por una mujer, ni por la lucha por el territorio o por la preeminencia dentro del grupo. La violencia humana hay que estudiarla en personas, no en animales. Los animales no cometen crímenes, ni roban, ni violan, ni maltratan, como lo hacen algunos humanos. De hecho, la violencia está muy presente en la literatura de todos los tiempos. Así ocurre, por ejemplo, en Shakespeare, en donde aparecen los asesinatos por celos, como el atribulado Otelo, por ambición, como Macbeth, o por venganza, como Hamlet. Ahora bien, acusar a toda la especie humana por los terribles excesos cometidos por una clara minoría es erróneo e injusto.
        Ni la violencia que se vive actualmente es un fenómeno nuevo ni las personas con un trastorno mental son responsables de la inseguridad de nuestras calles. Basta repasar la historia de la humanidad, desde los grotescos circos romanos o las ejecuciones públicas hasta las dos guerras mundiales del siglo XX o los brutales conflictos nacionalistas modernos, para horrorizarse de las atrocidades que los seres humanos cometen asiduamente contra sus semejantes. Sin embargo, la historia es el mejor antídoto de la violencia. Es decir, la violencia ha disminuido a lo largo del tiempo, lo que no es contradictorio con la aceptación de las raíces biológicas de la conducta agresiva. El desarrollo cultural ejerce una influencia benéfica sobre nuestra naturaleza biológica original y da paso a los mejores impulsos de la naturaleza humana: la empatía, el autocontrol, el sentido moral y la razón.
        Lo que resulta novedoso de nuestro tiempo es la disponibilidad de instrumentos letales de todo tipo y la gran capacidad de difusión de los actos de crueldad gracias a los medios de comunicación que, por otra parte, producen un gran impacto por la intensa fascinación que siempre ha ejercido la violencia sobre el ser humano (Pinker, 2012; Rojas Marcos, 1995).
        Se abusa con frecuencia de la aplicación de diagnósticos psiquiátricos a personas que no son otra cosa que delincuentes o individuos con una carga destructiva desproporcionada. El psicópata violento es un problema social, no médico. En general, los enfermos mentales son víctimas de la violencia más que causantes de crímenes. De hecho, para muchas personas con algún tipo de discapacidad el mundo de los «normales» es una auténtica jungla amenazante plagada de aves de rapiña.
        Solo el 5-10 por 100 de los delitos son cometidos por personas que han perdido la razón. Varias películas de gran éxito, como Instinto básico o El silencio de los corderos, relacionan los desequilibrios psicológicos con la agresión brutal y dramatizan crudamente la identidad estigmatizada del enfermo mental de hoy. La percepción de peligrosidad es el factor que con mayor determinación contribuye al estigma y rechazo social de las personas con un trastorno mental. Asociar los trastornos mentales a la maldad contribuye a la estigmatización de estas personas que, en general, tienden a infligirse daño más que a causarlo. Sin embargo, el consumo abusivo de alcohol y drogas aumenta exponencialmente el riesgo de violencia en pacientes con un trastorno mental.
        Así, hay personas que son depredadores humanos (hombres-dóberman), que no encajan en una categoría psiquiátrica y que ejercen diferentes formas de violencia. Algunas personas pueden llegar a matar por saber lo que se siente al hacerlo y buscar de esta manera una gratificación personal. Hay hijos que matan para quedarse con el dinero de los padres, sacerdotes que predican bondad y abusan de los débiles, hombres que maltratan a su pareja y son dóciles con el resto, jefes que humillan a sus subordinados o niños que acosan a otros hasta hundirlos (Lindo, 2016). Pero, en general, los delitos más graves son casi siempre consecuencia de las situaciones de pobreza, marginación y falta de oportunidades que los protagonistas han vivido.
        Considerar a las personas violentas como enfermos mentales supone una premisa que condena a inocentes e indulta a culpables porque se estigmatiza a personas con un trastorno mental que no han hecho ni harán ningún mal y se considera irresponsables a personas sanas mentalmente que sí lo hicieron. Confundir maldad con enfermedad es un error. La psiquiatrización del mal no es ni puede ni debe ser la respuesta (Navío, 2017).
        La explicación de los sucesos violentos tiene unos límites que nos cuesta aceptar. A menudo ciertos episodios de violencia no se pueden comprender más de lo que podemos explicar un maremoto o un ciclón y, en este sentido, suponen un desafío al estado actual de los conocimientos. No se pueden sacar conclusiones generales y apocalípticas a partir de una conducta violenta que solo puede analizarse desde un estado de descontrol emocional o de una irrefrenable sed de venganza. A veces, a falta de explicaciones coherentes, hay que apuntar a los oscuros laberintos del ser humano, donde actúan fuerzas muchas veces incomprensibles. La maldad, como la bondad, existe y constituye un enigma, sin que se puedan atribuir todos los actos inexplicables y brutales del ser humano a la enfermedad mental (Quiles del Castillo, Morera, Leyens y Correa, 2014; Stone, 2009)".

Agresividad y violencia

        "Arraigada profundamente en la estructura psicobiológica del organismo y entroncada con la evolución filogenética de la especie, la agresividad representa la capacidad de respuesta del ser humano para defenderse de los peligros potenciales procedentes del exterior. Por ello, la agresividad es una respuesta adaptativa que potencia la capacidad de sobrevivir y que forma parte de las estrategias de afrontamiento de que disponen los seres vivos. No hay maldad en el tigre, aunque mate (Sanmartín, 2004a, 2010).
        La violencia, por el contrario, constituye una agresividad descontrolada, que ha perdido su perfil adaptativo y que tiene un carácter destructivo. La violencia, al ser un conjunto de acciones encaminadas a destruir sin sentido supervivencial objetos y especialmente personas, supone una profunda disfunción social. Es decir, lo que define a la violencia es que se trata de una cadena de conductas intencionales que tienden a causar daño a otros seres humanos, sin que se obtenga un beneficio para la supervivencia, y que adoptan diferentes variedades expresivas (a nivel físico, sexual o emocional). Que hay conciencia en el violento del dolor causado se hace evidente cuando se observa que muy a menudo el daño se suele justificar. Lo característico de la violencia es su gratuidad desde un punto de vista biológico y su intencionalidad desde un punto de vista psicológico (Sanmartín, 2004b).
        La violencia es una agresividad que se carga de valores afectivos negativos (entre otros, odio, venganza, celos, humillación), lo que la hace especialmente peligrosa. En estos casos la emoción, los sentimientos, la inteligencia y la voluntad se ponen al servicio de la violencia. En este proceso de transformación de la agresividad en violencia hay una perversión de los valores, en la medida en que estos quedan contaminados por intereses espurios para el ser humano y para la sociedad. A diferencia de la agresividad, la violencia —un fondo atávico de crueldad primitiva— es específicamente humana (solo hay algunas excepciones en el mundo animal) y, a pesar de denotar una sinrazón moral y de ser una respuesta inadaptativa, constituye una constante a lo largo de la historia de la humanidad (Huertas, 2007; McKal, 1996).
        La violencia se asienta en los mecanismos neurobiológicos de la respuesta agresiva. Las bases biológicas de la agresividad radican, por un lado, en el córtex prefrontal, que es un mecanismo de seguridad y de control y desempeña una función moduladora y, por otro, en el sistema límbico, donde se encuentra la amígdala (una insignificante estructura con forma de almendra situada detrás de la sien). Una lesión en el córtex prefrontal puede llevar a una persona a convertirse en un ser antisocial, impulsivo o violento. El alcohol y las drogas debilitan el control del córtex cerebral sobre el sistema límbico. El daño en el córtex prefrontal puede estar también producido por circunstancias diversas, como complicaciones en el parto, maltrato en la infancia, trastornos mentales severos, tumores o traumatismos craneales (Sanmartín, 2010).
        Los efectos son más graves cuando las lesiones han ocurrido en la infancia. Los daños en el córtex prefrontal permiten a los afectados tener una inteligencia normal, pero se muestran con dificultades para procesar adecuadamente las emociones o inhibir los impulsos inadecuados. De este modo, estas personas pueden no ser capaces de aplicar la experiencia del pasado a la vida real, no tener respuestas anticipatorias cuando efectúan elecciones arriesgadas e incluso hacer malas elecciones aun sabiendo cuál es la opción más ventajosa. Es decir, carecen de una inteligencia emocional. Se trata, en cierto modo, de una especie de regresión en la escala filogenética evolutiva (Borrás, 2002).
        En realidad hay una interacción entre los componentes biológicos y psicológicos. Así, el estrés muy prolongado puede introducir modificaciones en el sistema límbico y en el neocórtex que facilitan la respuesta agresiva; a su vez, el córtex puede inhibir las conductas agresivas a través de la interiorización y asunción de los valores sociales (Portero, Abásolo, De Francisco, Sudupe e Hidalgo, 2011).
        En general, todas las personas son potencialmente agresivas por naturaleza, pero no tienen, afortunadamente, por qué ser necesariamente violentas. El ciclo evolutivo desde la infancia hasta la vida adulta supone una reducción del comportamiento agresivo en función del desarrollo del córtex prefrontal y del proceso de socialización.
        A su vez, la violencia puede, en algunos casos, desencadenarse de forma impulsiva ante diferentes situaciones (el abuso de alcohol, una discusión de pareja, el contagio emocional del grupo por la querencia a mimetizarse con las demás personas, el fanatismo político o religioso, o la presencia de armas); y en otros, presentarse, como en el caso de la violencia psicopática, de una forma planificada, fría y sin ningún tipo de escrúpulos por parte del agresor."
Enrique Echeburúa,
"Violencia y Trastornos Mentales,
una relación compleja",
Editorial Pirámide,
Sección Psicología,
España,
año 2018 

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