El rey de la torre

por Gabriel Barnes
       “¿Cuántos años tenía? ¿Cuánto había vivido desde aquel lejano momento en que fue tocado por la Luz y por los Ángeles? ¿Años terrestres o años luz? Era una pregunta sin respuesta. Se definía a sí mismo el Último y más dulce de los Ángeles. El más perdido Ángel del Amor; se miraba en el espejo buscando en su cara otras caras, y así pasaba el tiempo entre medallones, anillos, manos con la llave del poder, pulseras de Egipto, encerrado como un pequeño Kane en su departamento de varias piezas crujientes, con corredores y su baño de mármol. Él, que había soñado y deseado un mundo de infinitas presencias, de infinitos rostros, vivía solo y con un alma simple, y pasaba sus noches frente al ojo hipnótico del televisor, admirando las viejas películas de Jean Gabin y del Bogie, amando a Michele Morgan y su mundo pasado, lleno de niebla. A veces, amigos recordados venían a salvarlo, y otras veces no venía nadie, sino la noche y el vacío. 
        Más allá de las ventanas resbalaba el mundo vividor, pero él allí, en ese mundo, no tenía lugar. Nadie lo quería. Una vez había descubierto que no gustaba a la gente. Era una cuestión de instinto. Había descubierto que allá afuera eran feroces y que él era un Ángel. Y que los Ángeles como él podían ser destrozados. Lo había descubierto mucho tiempo atrás. 
-Tengo miedo y por suerte tengo estas cuatro paredes en donde estar encerrado y toda esta plata ganada con sudor, en el banco, porque sin plata no hay vida y menos mal que el trabajo todos los días se renueva y que tengo esta casa de rico, estos sillones de cuero, ese reloj de Ballantines, y yo te agradezco Dios por tu infinita bondad, por tu inconmensurable sabiduría, por la certeza de tu amor y la justeza de tus caminos. Pero… ¿no podés sacarme de arriba este miedo?...¿Qué tengo que hacer para no sentirlo más? Tengo que abrir las puertas, bajar a la calle y sumergirme entre la gente, estrechar manos, besar rostros, respirar olores, caminar por las veredas tocando, oliendo, besando, ¿eso tengo que hacer?. O, en vez, debo cerrar otra puerta, reforzar las ventanas y no dejar que nadie entre aquí, porque éste es mi aire, es mi casa, la que yo compré y pagué con mi plata… Decime, ¿qué tengo que hacer?
        La televisión estaba transmitiendo una película de piratas, vieja, gastada de rayaduras, y Petipierre, el vendedor de medallones y anillos de la suerte, se dejaba llevar por la proa de la nave, hundido en su sillón de cuero, con los ojos rojos, y a su alrededor había oscuridad y había sólo silencio y nada más que soledad y miedo.
-Tal vez lo mejor sería morirse como un héroe, en una sublime tempestad de espadas. De cañones. De rosas destruidas por el viento de las mil libertades. Sí. La muerte heroica, aquella que huele como la cubre de las montañas, como el más bello poema. La muerte… pero… siempre hay un pero. Yo voy a morir sin testigos, sin nadie, porque no amo a nadie y los odio a todos. 
        Sus manos cerradas estaban crispadas, no sabía si por sus pensamientos o por las inexorables suertes de la batalla naval que se desarrollaba ante sus ojos cansados. 
        Cuando volvió a la sala la película de piratas ya estaba terminando. Las naves de ese mar en blanco y negro, con las velas desplegadas recogiendo el viento del océano, también lo abandonaban, buscando refugio en islas imposibles y fabulosas, con palmeras y bahías con arenas de oro y negros que se subían a los cocoteros”.
Gabriel Barnes
“El Rey de la Torre”
Editorial Sudamericana
Año 1988
Imágenes compartidas en facebook por Pierre Ragonneau.

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