Aventuras de un zapallo calabaza (una historia real)


        Esta historia es completamente cierta. No sé si será para ustedes tan interesante, ya que ocurre en el fondo de mi casa, pero creo que todos podremos aprender algo de ella. Y si no somos todos, al menos aquéllos que quieran aprender algo y sacar alguna lección en esta vida.
        Es la más simple de las historias: la historia de un zapallo calabaza, o mejor dicho, de tres. Comienza así: durante muchos años, mientras vivía en departamento, juré que cuando tuviera un pedacito de tierra plantaría zapallos. Los años pasaron, y hoy me ven aquí. Cuando llegué a esta casa, me dije: "es hora de cumplir mi juramento". 
        ¿Qué quería demostrar? Que se podía.  Que sin tierra, casi, sin conocimientos y sin inversión, en este país en donde toda la vida me la he pasado escuchando que no se podía, se puede. Así fue que, hace varios años, junté las semillas de una calabaza que había comprado, me fui al fondo de mi casa con una cuchara sopera en la mano y, en un pedacito de tierra duro y lleno de piedras, planté mis semillas dejando diez centímetros de distancia entre una y otra y a una profundidad de cinco centímetros, no más, que fue lo que la dura y lavada tierra me dejó cavar.
        Ustedes pensarán que jamás escucharon una estupidez tan grande, es decir, dirán lo que todos dicen. Que es una reverenda pérdida de tiempo, es decir, no serán ni siquiera originales en sus críticas. Ya las han hecho otros antes. Que con una cuchara de sopa no se puede cavar, y que no moleste al prójimo escribiendo estas cosas. Las quejas que profieren ya las he escuchado, prácticamente durante toda la vida. Gracias a Dios, no lograron detenerme.
        Claro, sin conocimiento ninguno sobre el tema, no imaginé que las hojas de los zapallos avanzarían en el primer mes de tal manera, que ocupaban parte de la pileta de natación. Entonces, pensando en podarlas como si fueran, qué se yo, rosas o ramas de árbol, las corté un poquito. ¡Ay! Tuve entonces ocasión de comprender la máxima que dice que “la peor de todas las ignorancias es no saber cuánto mal se hace cuando se hace mal” Al cortar, corté un pequeño zapallito que estaba escondido debajo de las hojas. Casi me muero: el zapallito había nacido, el experimento era un éxito, y yo lo había arruinado todo. El zapallito había crecido, pero yo lo había abortado. Me sentí morir.
        Seguí regando las plantas varios meses. Sus hojas se secaron con el tiempo y las plantas quedaron escondidas detrás de la pileta, en ese pequeño espacio donde las había plantado. Yo di por fracasado el experimento, pero a medias, porque si usted me leyó ya me conoce y sabe que jamás me rindo si se me mete algo en la cabeza. Herencia vasca que le dicen: en nuestro cerebro, las ideas son inamovibles.
        Además, había algo más importante que los zapallos en sí mismos. Yo tenía que demostrar la idea general que sostenía el General, es decir, Juan Domingo Perón, de que “nadie es argentino hasta que plante algo en esta tierra”, idea que me fascinó cuando la leí en “La Novela de Perón”, de Tomás Eloy Martínez.     Me llenaba espiritualmente, más allá de los zapallos o no zapallos. Si bien yo no soy peronista, la repetí en varias notas que escribí, al menos, para hacerle al General el favor que no le hacen sus seguidores, que es el de rescatar su ideario nacional.
        Lo intenté otra vez, planté las semillas, y nuevamente crecieron las hojas, pero no con tanta fuerza. Se ve que se apiolaron. Habrán dicho: “guarda que si nos extendemos mucho viene la tipa ésta con la tijera” y se quedaron en el molde. ¡Y qué molde más incómodo! No sólo la tierra estaba sin puntear, sino que el perro les pasaba por encima con total impunidad. Condiciones positivas del experimento: cero.
Pero un día, al fin de un verano, yo pegué la vuelta por atrás de la pileta, y miré con atención. Había, por entre los yuyos y medio escondida entre hojas de zapallo, una bochita mediana, lustrosa, naranja, que yo me quedé mirando con asombro. Aunque no lo crean, era un zapallito calabaza precioso.
        Yo no lo quería ni cortar, ni tocar siquiera, de tan admirada que estaba. Pero también sabía que, como el perro andaba por ahí y podía pisarlo sin querer, era mejor rescatarlo. Llamé a todo el mundo para que venga a verlo, lo aplaudimos y le cantamos. Después de cortarlo, lo pusimos en un puesto de honor encima de la mesa de la cocina y le sacamos una foto. A los pocos días, mi hija lo hizo en puré y hay  que decir la verdad que estaba riquísimo.
        Las andanzas de los zapallos no terminaron ahí. Tuvimos dos más, claro que a lo largo de varios años. Estoy convencida que no alcanzaría a paliar el hambre ni siquiera del fakir más experimentado, tres zapallos en tres años, pero se demostró que sin inversión, sin herramientas, casi sin tierra y sin conocimientos, se podía, cuando todos decían que no se iba a poder. Qué cosas se podrán hacer, Señor, en mi tierra, si hubiera gente que quisiera enseñar a otra gente, si hubiera más palas, más ganas, más cariño para esta tierra.
Pero primero hay que querer aprender. Y antes de eso, hay que tener decisión y voluntad.
        Recuerdo con tristeza, hace unos  años, una nota de la televisión. El periodista le preguntaba a una pobre gente, pobre de toda pobreza, cómo  podían vivir en lo que prácticamente eran condiciones infrahumanas. Sucios, con la ropa rota, en estado de total abandono, me dio rabia y pena que esa familia estuviera sometida a esa situación. Pero pronto comprendería las bases profundas de esa miseria: la madre contestó que, cuando los hijos le pedían de comer porque tenían hambre, ella les decía “que agacharan la cabeza y se resignaran”.. Eso, pensé, es el peor consejo que una madre le puede dar a un hijo, salvo que quiera hundirse en la miseria total y aspire a que sus hijos mueran con ella, como era este caso. Amén que morirse de hambre al lado del Paraná debe ser bien difícil, por la riqueza de sus aguas y los frutos que crecen en su alrededor. Pero ellos agachaban la cabeza y se negaban a moverse. Ella no les decía: “andá a lo de Fulano que te preste una pala” o “andá a ver si conseguís algo en el río”. No.
        Fruto de la ignorancia, ella les decía que agachen la cabeza. Triste lección.
        Yo, por el contrario, y no porque me considere mejor persona, recibí otra educación. Ëse es un gran capital, que muchos desprecian. La lección de moverse y de plantear lo que se necesita y de buscar lo que se precisa para salir adelante. No es poca cosa en un mundo como éste.
        Por eso este año volví a plantar mis zapallos. Compré una palita pequeña, porque con las piedras de la tierra rompí varias cucharas. Con la palita, mejoraré mi experimento. Tengo que apurarme: cuando hago el pocito, el gato me quiere robar las semillas. Es un gato que siempre supervisa lo que uno hace en el fondo, por eso lo llamamos con un nombre no muy gatuno pero bastante cierto: “el gatito que acompaña la labor”. Él quiere comerse las semillas, pero yo ya le estoy buscando la vuelta. Me apuro a taparlas con la tierra. A veces me gana.
        Pero somos amigos.
        Tal vez este año, o el que viene, crecerá otro zapallo nuevo, y el experimento seguirá dando sus frutos. Mis hijos verán que el zapallo crece y aprenderán. Aprenderán que se puede.
        Y ellos y yo seremos más argentinos que nunca.
PD: Ésta es la historia de cómo nació la plantación de zapallos que todos los años hago en el jardín, sin mucha ciencia ni conocimiento, pero es la historia real. Las fotos son de "Algo Especial Protagonista del Presente", y son de la plantación actual, que nos dio más de dos docenas de zapallos, con los que colaboramos con el Hogar San Cayetano, de Moreno 257, Quilmes, adonde está la abuela Norma. En total, y sin gastar NI UN SOLO PESO, hemos cosechado más de 10 kilos de zapallos, si calculamos bien (puede ser más, porque la caja no la podíamos ni levantar!). Saben que los zapallos deben plantarse el Día de la Pachamama, el 1º de Agosto! Yo les suelo rezar varios Padrenuestros, ya que creo que la Virgen María anda siempre del brazo con su mejor amiga, la abuela Pachamama! Puede ser, o puede no ser, como diría el chamán Walimai de "La Ciudad de las Bestias" de Isabel Allende. Será...

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