Suerte

Por Mark  Twain.

Samuel Langhorne Clemens, más conocido por su seudónimo de Mark Twain, nació en 1835 y murió en 1910 en Estados Unidos. Obras principales: “The Gilded Age” )1873); “The Adventures of Tom Sawyer” (1876); “Life of the Missisippi” (1883); “The Adventures of Huckleberry Finn” (1884); “A Connecticut Yankee in King Arthur’s Court” (1899).

***

Ocurrió en un banquete que se hizo en Londres en honor de uno de los dos o tres militares ingleses más conspicuos e ilustres de esta generación. Por razones que luego se harán claras, ocultaré el verdadero nombre y los títulos de dicho militar y lo llamaré Teniente General Lord Arthur Scoresby, Y.C., K.B.C., etc, etc, etc. 

¡Qué fascinación ejerce la fama! Allí estaba, en carne y hueso, el hombre que yo había oído mencionar miles de veces, desde el día, treinta años antes, en que su figura alcanzó de pronto el cenit de la fama desde los campos de batalla en Crimea, para permanecer por siempre venerado. La excelente comida y los buenos vinos eran sólo un pretexto para mirar, mirar y volver a mirar a este semidiós, examinar, constatar y anotar los detalles más insignificantes: su tranquilidad, su reserva, la expresión noble y seria, la honradez que trasuntaba toda su figura, la dulce inconsciencia con que sobrellevaba su grandeza, abstrayéndose de la contemplación admirada, sincera y amorosa de esos cientos de ojos y recibiendo la profunda adoración que surgía del pecho de toda esa gente. 

El clérigo sentado a mi izquierda era un viejo amigo mío –clérigo en los últimos tiempos-, ya que había pasado la primera mitad de su existencia en el campo, como instructor de la escuela militar de Woolwich. En el momento que les estoy contando apareció en sus ojos una expresión velada, extraña y singular. Se inclinó hacia mí, indicó con un gesto al héroe del banquete y me dijo en voz baja. 

-Entre nosotros, te aseguro que es un perfecto imbécil. 

Su veredicto me sorprendió enormemente. Si el enjuiciado hubiera sido Sócrates, Napoleón o Salomón no me hubiera causado más asombro. Sin embargo estaba seguro de dos cosas: que el reverendo era un hombre estrictamente veraz y que sabía juzgar a los hombres. Por eso no tuve la menor duda de que el mundo se equivocaba acerca del héroe: debía ser un imbécil. Pero quise saber, y por supuesto en un momento más propicio, cómo el reverendo, solo y solamente él, había descubierto el secreto. 

(*) Esta no es una historia imaginaria. Me la contó un clérigo que había sido instructor en Woolwich cuarenta años atrás, y me juró que era verídica. M.T. 

Algunos días después se presentó la oportunidad y eso es lo que me contó el reverendo:

“Hace unos cuarenta años, yo era instructor en la Academia Militar de Woolwich. Estaba en una de las mesas examinadoras cuando el joven Scoresby se presentó a su prueba preliminar. Sentí lástima por él, pues mientras el resto de la clase respondía con rapidez e inteligencia, él, qué quiere que le diga, no sabía nada, ni siquiera hablar. Evidentemente era un buen muchacho, amable, inocente y sin vueltas; de modo que me resultaba doloroso verlo ahí, inmóvil como una estatua; sus respuestas eran verdaderamente milagrosas de tan ingenuas e ignorantes. Me conmovió tanto que pensé que si se presentaba a la segunda parte del examen en esas condiciones lo iban a aplazar de la manera más sangrienta. De modo que consideré como un simple acto de caridad ocuparme de que su caída fuera lo menos estrepitosa posible. Lo llevé a un lado y descubrí que tenía algunas nociones de la historia de Julio César; nada sabía sobre ningún otro tema: me dediqué entonces a hacerlo trabajar como un esclavo sobre una serie de preguntas-tipo sobre el tema, que con seguridad le formularían. Aunque parezca increíble dio un examen brillante. Lo logró gracias a la “indigestión” superficial que le impuse. Hasta lo felicitaron. Mientras que otros que sabían infinitamente más, fueron aplazados. Por un extraño y afortunado accidente –algo que no ocurre dos veces en el siglo- no le hicieron una sola pregunta fuera de los estrechos límites de lo que había estudiado bajo mi consejo. 

“Era sorprendente. Durante todo el tiempo que duraron sus estudios, lo seguí un poco con el sentimiento de una madre por su hijo inválido; milagrosamente, siempre se salvó. 

“Claro, siempre estuve seguro de que una cosa lo delataría y terminaría por matarlo: la matemática. Resolví que su muerte fuera lo menos dolorosa posible y me dediqué a darle clases, ejercicio tras ejercicio, siempre dentro de la línea de preguntas que usarían, seguramente, los examinadores. Y finalmente lo lancé hacia su destino. Muy bien, señor, imagínese el resultado: para mi gran consternación ¡sacó el primer premio! Y con él recibió una ovación de homenaje. 

“¿Sueño? No pude conciliar el sueño durante una semana entera. Mi conciencia me torturaba día y noche. Yo había cumplido un simple acto de caridad para que la caída del muchacho no fuera tan estrepitosa, pero jamás imaginé los absurdos resultados de semejante intervención. Me sentía tan culpable y desdichado como Frankenstein. Me encontraba frente a un perfecto asno al que yo había ubicado en un camino de brillantes promociones, de grandes responsabilidades, con quien sólo podía suceder una cosa: que tanto él como sus responsabilidades se desmoronaran todos juntos ante la primera emergencia. 

“Acababa de declararse la guerra de Crimea. Menos mal, pensé entonces, que hay una guerra. Puede ser que el bruto muera antes de ser desenmascarado. 

“Esperé la hecatombe que no tardó en llegar. Pero con consecuencias me que me dejaron estupefacto por la sorpresa: ¡lo nombraron capitán en un regimiento que iba al frente! Hombres mejores que él habían envejecido en el ejército con la esperanza de trepar a un puesto de tal categoría. ¿Quién podría prever que el comando pondría semejante carga de responsabilidad sobre unos hombros tan torpes e inexpertos? Me hubiera trastornado si lo hubiesen designado clarín, ¡pero capitán, ya era demasiado! ¡Imagínate! Pensé que mi pelo se volvería blanco en esos días. 

“Y entonces, querido, ¿sabes lo que hice entonces? Yo, que amo tanto el reposo y la inactividad, me dije: Soy el único responsable ante el país y no tengo más remedio que protegerlo, acompañarlo y tratar de evitar mayores errores. Tomé el pobre capital que había ahorrado a lo largo de duros años de trabajo y astringente economía y fui –con un suspiro de resignación- a comprar un puesto de clarín en su regimiento y así marchamos juntos al campo de batalla. 

“Lo que sucedió, mi querido, fue terrible. ¿Errores? No cometía otra cosa. ¿Pero te das cuenta? Nadie conocía su secreto. Todos lo enfocaban equivocadamente y por lo tanto interpretaban mal sus movimientos. 

“¡En consecuencia, tomaban sus absurdos desatinos por genialidades! ¡Te lo juro! La más leve de sus torpezas hubiera sido suficiente para que un militar cuerdo llorara de angustia. Yo también lloré, y maldije, y enloquecí casi, aunque siempre en privado. Lo que me mantenía en un verdadero frenesí de desesperación era el hecho de que cada disparate que cometía agregaba todavía más brillo a su reputación. No cesaba de repetirme: llegará tan alto que cuando lo descubran por fin, será como si el sol se cayera del cielo. 

“A pesar de todo, siguió adelante grado tras grado, pasó sobre los cadáveres de sus superiores, hasta el día en que cayó nuestro coronel, en plena batalla. Se me vino el corazón a la boca, porque el que seguía era Scoresby. Ahora sí, pensé, acabaremos todos en el Sheol (infierno) en menos de diez minutos, con toda seguridad.

“La batalla era encarnizadísima y poco a poco los aliados cedían terreno en todo el frente. Nuestro regimiento ocupaba una posición vital: un solo error hubiera significado la destrucción de todo el Ejército. En un momento tan crucial, ¿qué crees que ordenó hacer este inmortal idiota? Pues ¡separó al regimiento del grueso del Ejército y ordenó una carga hacia la cima de una colina donde no había la menor insinuación de tropas enemigas! Esto es el fin, pensé, aquí termina todo. 

“Y allí fuimos, hacia la cima de la colina, antes de que la absurda maniobra fuera detectada e impedida por el Estado Mayor. ¿Sabes con qué nos encontramos? ¡Con un ejército ruso de reserva cuya presencia nadie sospechaba! ¿Y qué te parece que pasó? ¿Nos derrotaron? Eso fue lo que lógicamente debió ocurrir, y lo que hubiera pasado en noventa y nueve de cien casos similares. Pero no, esos rusos pensaron que ningún regimiento solitario cometería la insensatez de meterse en ese lugar y en ese momento. Supusieron que debía tratarse de todo el Ejército Inglés  y que toda la maniobra rusa estaba descubierta y bloqueada; de modo que huyeron sin ton ni son, en el más completo desorden dieron vuelta a la colina y se precipitaron sobre el campo de batalla en loca confusión, con nuestro regimiento persiguiéndolos orgullosamente. Nosotros mismos rompimos el sólido centro ruso en el campo y lo partimos en dos, causando la desbandada más tremenda que se haya visto jamás. ¡Y así la derrota de los aliados se transformó por milagro en una aplastante y espléndida victoria! El mariscal Canrobert contemplaba la escena medio mareado por la sorpresa, la admiración y el placer; en seguida mandó llamar a Scoresby, lo abrazó y ¡lo condecoró ahí mismo, sobre el campo y en presencia de todos los ejércitos! 

¿Cuál había sido el error de Scoresby, aquella vez? Confundió simplemente su mano izquierda con su derecha, eso fue todo. Había recibido órdenes de retroceder y fortalecer nuestro flanco derecho, y en lugar de cumplir fue hacia la izquierda, para adelante y cuesta arriba por esa colina. Pero el renombre que ganó ese día como maravilloso genio militar llenó al mundo con su gloria, una gloria que durará mientras se escriban libros de historia. 

“Es el hombre más bueno, más amable, afectuoso y modesto del mundo, pero es tan bruto que ni sabe entrar en su casa cuando llueve. Es absolutamente cierto. Es el imbécil más supremo del Universo; y hasta hace media hora lo sabíamos sólo él y yo. Día tras día, años tras año, lo ha perseguido la suerte más fenomenal y desusada. Fue un soldado brillante en todas nuestras guerras para una generación, su vida militar ha sido una sucesión de los más variados disparates, y sin embargo nunca ha cometido uno que no lo haya cubierto de gloria, que no le haya valido el título de caballero, o barón, o lord, o algo por el estilo ¡Mira su pecho! Completamente cubierto de condecoraciones nacionales o extranjeras. Créeme que no exagero si te digo que cada una de ellas es el premio a alguna delirante idiotez. Las que, tomadas en conjunto, son la prueba más elocuente de que lo que puede hacer un hombre en este mundo es nacer con suerte. Lo repito tal cual lo dije en el banquete: Scoresby es un perfecto idiota”.

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